Los consejos son mapas (parafraseo al astrónomo Carl Sagan, que se refería a los sueños). Sin ellos difícilmente podríamos actuar con coherencia. Se adquieren y se almacenan; se escuchan y se ejecutan; se extraen del inconsciente para darle cierto sentido a nuestros actos. A través de ellos se vislumbran y sortean rutas, atajos, vertientes.
El mundo de la enseñanza musical no es la excepción a estas reflexiones. Circulo por un sexto carril existencial y todavía recuerdo muchas enseñanzas embodegadas en mi memoria que aprecio con particular gratitud.
Tuve el privilegio de aprender mi profesión con maestros de distintas tendencias, técnicas y apreciaciones. De todos ellos guardo gratísimos recuerdos, especialmente de los últimos, los que cimentaron el piso de la interpretación, ese concepto de tan vasto que se antoja vago e inabarcable.
Es en estas honduras en los que tantos consejos adquiridos iluminan los tramos que el intérprete deambula en solitario. Me he preguntado infinidad de veces cuánta de la música que he escuchado a lo largo de los años está imbuida de los consejos que los músicos aplican mientras tocan para el público que los escucha. Basta con ver el currículum de alguno de ellos en los momentos previos al recital, descubrir a sus maestros, para imaginar el cúmulo y naturaleza de las enseñanzas que les dieron.
En este punto deseo aclarar que los consejos a los que me he estado refiriendo no son las enseñanzas que se circunscriben a la técnica de tocar (cualquiera que sea el instrumento): escalas, arpegios, el conocimiento de la fisiología de los brazos y dedos, etc., sino a aquellos que abordan la conciencia de la interpretación, la liberación de la imaginación, la percepción de la calidad del sonido producido por un toque entrenado y afinado.
Los consejos se asemejan entonces a esas gotas persistentes que terminan por socavar la textura de la piedra. Con el devenir me sorprendo transmitiéndolos a mis alumnos, palabra por palabra.
Mi maestra Carmen Peredo me decía que para solucionar el problema del peso de los brazos en muchas de las piezas de Debussy y lograr un sonido de textura suave, bastaba con emular el movimiento, casi imperceptible, del agua; que ese sonido propio del compositor galo distaba, con mucho, del ataque percutivo de los antiguos clavecinistas del barroco temprano.
La enseñanza elocuente de mi maestra abarcaba no solo siglos de desarrollo de la técnica pianística, sino que también se aproximaba a la apreciación histórica de la estilística del teclado.
Mi maestro Gerardo González me enseñó durante siete fructíferos años a aproximarme al aspecto vocal que está implícito en mucha de la obra pianística del siglo XIX. Enfatizaba en el fraseo vocal propio de los Nocturnos de Chopin, en la respiración, en la precisión de los tenutos y rubatos. Insistía en el acompañamiento de cantantes con cierto avance en el dominio de la técnica vocal para perfeccionar esos aspectos en el teclado. Su percepción del sonido circundaba el imaginario sonoro orquestal, que lo emparentaba a los pianistas de la escuela rusa: Anton Rubinstein, Sergei Rachmaninov, Alexander Scriabin y, desde luego, al cosmopolita Franz Liszt. Por lo que sus consejos se aproximaban al diálogo del canto con la orquesta, la ópera instalada tras “las bambalinas del teclado”.
El genio sonoro del bien llamado Emperador de los instrumentos, el órgano, abarca numerosas centurias. De todos los instrumentos de teclado, este es el más antiguo, el de mayor riqueza histórica y repertorio prolífico.
Tuve tres maestros de órgano; el último, Clyde Holloway, estudió con Olivier Messiaen, y todo lo que me transmitió procedía de este compositor fundamental en la música del s. XX. De todos sus consejos prevalece el del estudio del repertorio organístico en secuencias lentas, pausadas, “slow motion gives you confidence”, solía decir al inicio del aprendizaje de cada pieza nueva, yo lo comparaba con el Taichí.
Mi maestro de clavecín, Philip Kloeckner, era un obsesivo de la perfección y de la precisión en la articulación, especialmente en la música de Bach. Sus consejos eran un cúmulo de erudición histórica en torno al instrumento en el que el maestro cantor compuso sus dos tomos de El clave bien temperado.
La distancia de los años no ha menguado la vitalidad de estas enseñanzas, siguen vigentes en mi memoria y en el ejercicio de la música que interpreto. La melancolía, en mi caso y en el de muchos otros colegas, es una pulsión que alimenta la imaginación y nutre la experiencia que nunca deja de respirar.
CODA
“Todo lo que vive no puede ser metronómico”. Claudio Arrau.
(Cuatro aproximaciones al arte de Claudio Arrau. Héctor Vasconcelos. DGE Ediciones. México, 2002).