Cultura y Pop: Estambul

Pero más allá de actividades concretas, la sensación que transmite Estambul es que no sólo es un cruce de caminos físico, sino temporal
La primera vez que registré la existencia de Estambul fue a los quince años, cuando leí “Constantinopla: El Imperio Olvidado” de Isaac Asimov. Casi me caí de la silla. Ningún profesor de historia me había dicho —o me diría después— que el Imperio Romano se partió en dos, y que su parte Oriental duró mil años más que la Occidental. Ninguno me supo explicar las Cruzadas que dieron lugar al Imperio Latino. Ninguno me habló del origen y la influencia del Imperio Otomano, ni del reordenamiento mundial que significó su caída tras la Primera Guerra Mundial.
Y ningún profesor me dijo que estos tres imperios tuvieron en común la misma capital bajo diferentes nombres: Nueva Roma, Bizancio, y Constantinopla, la ciudad que hoy en día conocemos como Estambul.
Unos diez años después de leer el libro de Asimov, hace casi (gulp) veinticinco, finalmente pude visitarla. Es frustrante cómo olvidamos la mayor parte de lo que vivimos. De ese viaje solo recuerdo algunos eventos. Por ejemplo, tomar té enfrente de Aya Sofía, que por entonces era un museo—ahora es otra vez una mezquita. O el vendedor que me siguió dos cuadras hablándome de lo maravillosa que era la chamarra de piel que me quería endosar. O la conversación que tuve en el Gran Bazar con un chico turco que vivía en México porque se había casado con una poblana: resulta que los tacos al pastor vienen del döner kebab turco, aunque probablemente los griegos digan que el döner kebab turco viene de su gyro, y los libaneses digan que... ya se hará una idea.
Al margen de estas imágenes, perduró en mí la sensación de que Estambul era una ciudad diferente a todo lo que había visto hasta entonces, o he visto después.
Probablemente la explicación esté en su situación geográfica. Estambul tiene tres grandes áreas: dos están en Europa, la tercera en Asia, y las tres están separadas por el estrecho del Bósforo, que es la frontera natural entre Europa y Asia, y conecta el Mar Negro (Bulgaria, Rumania, Ucrania, Moldavia, Rusia, Georgia...) con el Mar Mediterráneo (Líbano, Israel, Siria, Egipto, Grecia, Chipre, Libia, Túnez, Italia...). La cabeza da vueltas al pensar en todas las costumbres, religiones, creencias, comercio, arte y civilizaciones que han pasado por ahí, y dejado su marca.
La semana pasada finalmente regresé. Cuando uno tiene buenos recuerdos de un lugar, al volver se corre el riesgo de estropearlos. Una semana antes dos de mis estudiantes, uno de origen afgano y otro búlgaro, me advirtieron contra mis recuerdos: “Estambul ha cambiado mucho.”
Sus palabras me reforzaron en la idea de mantener las expectativas bajas. Supuse que el turismo y la globalización le habían cambiado la cara, de la misma manera que han transformado a París, Londres y Ámsterdam — ciudades que siguen siendo fantásticas, pero que a las cuales la ingente cantidad de turistas que reciben ha convertido a muchos de sus barrios en una especie de Disneylandia.
En efecto, esto también ha sucedido en Estambul. Los barrios históricos de Sultanahmet y Eminönü, donde están las principales atracciones turísticas —Aya Sofia, la Mezquita Azul, la Nueva Mezquita, el Mercado de las Especias, el Gran Bazar y el Palacio de Topkapi— están llenos de vendedores untuosos, restaurantes incomprensiblemente caros, y tiendas de souvenirs con precios absurdos.
Los turistas que llegan en tours generalmente no pasan de ahí. Es comprensible: acostumbrados como suelen estar al orden y la limpieza de otras ciudades, a nativos que al menos mastican su idioma, y a ciudades llenas de iglesias, el caos de Estambul, la impenetrabilidad del idioma turco, y las mezquitas y los cantos de los almuecines deben resultar abrumadores.
Como mexicano, en cambio, uno se siente comodísimo, acostumbrados como estamos al tráfico, el desorden visual, a los mercados callejeros, y al ir y venir de gente.
Probablemente mis estudiantes conocen otras perspectivas de Estambul, y seguramente están acostumbrados a cosas a las que yo no. Entre otras cosas: el cordero al carbón que se ofrece en todas partes. La lista interminable de mezzes. El pan que muchos restaurantes hacen al momento. La baklava fresca que ofrecen las cafeterías. Tomar té turco sentado en un taburete mientras se ve pasar el mundo. La vista en ferry al cruzar el Bósforo y el horizonte lleno de mezquitas iluminadas. Cruzar el puente de Galata para ir de un lado a otro de la ciudad y ver a los pescadores. O tomar un baño turco en un hammam construido en el siglo XV, entrar en las mezquitas, y ver obras de artistas turcos en el Museo de Arte Moderno.
Pero más allá de actividades concretas, la sensación que transmite Estambul es que no sólo es un cruce de caminos físico, sino temporal. No sé si esto va a cambiar en unos años, pero ahora mismo, Estambul es parte de la Europa moderna y cosmopolita, llena de tecnologías que enriquecen nuestras vidas, pero en ella también se percibe Europa cuando apenas comenzaba a modernizarse, donde viajar llevaba tiempo, el mundo estaba lleno de culturas por descubrir y ciudades donde no había cadenas de comida rápida, y los días transcurrían a un ritmo más pausado y humano.