Danés siempre yo seré: Memorias de un ateneísta
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Aun cuando tormentoso, mi ingreso al Ateneo Fuente lo recuerdo en mi costado izquierdo y tendré que explicar ese calificativo.
Nuestras vacaciones de vagos del verano de 1977 fueron suspendidas por la necesidad de estudiar todas las materias completitas para prepararnos para el examen de admisión.
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Llegado el dichoso día, ante la presión del contenido del examen y los cientos de alumnos de grado superior, que atacaban sin avisar a los candidatos arrancándoles el cabello con tijeras, navajas y hasta cuchillos, aquello era una cacería salvaje que soportábamos por la ilusión de ser ateneístas.
Recuerdo el salón del examen el 14, frente al mismo y la explicación del aplicante; me dispuse a contestarlo cuando se abrió una ventana de las abatibles de madera y vi unas manos que blandían unas tijeras que accionaban con el clap, clap, que sumó estrés a la jornada.
Terminado el examen, me conduje a enfrentar mi destino y grande fue el susto cuando un brazo sujetó mi cuello y al voltear a ver al atacante me percaté de que se trataba de Carlos Medellín (amigo y vecino de Castelar), quien me condujo por los pasillos y allá por el rumbo de las escaleras hacia la facultad de Jurisprudencia me soltó y se despidió como camarada.
No había caminado 50 pasos cuando fui abordado por una horda de viciosos mata huateques, que fueron inmisericordes con mi cabello y con las monedas de mi boleto de autobús al centro. ¡Pinches ratas!
Mi misión semanas después fue ir a la pared de la biblioteca central de Rectoría a tomar nota de quienes habían aprobado el examen para mis amigos y parientes, al fin y al cabo, pelón ya andaba.
El primer día de clases, con dos cuadernos bajo el brazo y una esperanza en el corazón, nos condujimos mis entrañables amigos: Chuy Torres, Eduardo Garza y este charro a la primera materia de la sección décima.
Un mundo mágico abrió sus puertas en la noble institución no solamente a la calidad académica de los maestros, sino a la infraestructura de la escuela con salones bien ventilados, pisos relucientes, jardines bien cuidados y una biblioteca esplendorosa. Los únicos que estuvieron descuidados durante los dos años de estadía fueron sus baños.
Las primeras semanas trascurrieron entre la adaptación a los compañeros del grupo que venían de la Viesca −como nosotros−, de la Berrueto, la Federal 1, la Femenil y otras secundarias, y andar evadiendo a los de segundo año que te ponían a bailar entre hombres (cosa hoy común, ¡válgame!) o que te bajaban dinero para los lonches de Peñita.
Las clases de 40 minutos eran marcadas por el sonido de los enormes timbres de cada pasillo y los horarios eran discontinuos, es decir, de 8:00 a 12:30 y de 14:40 a 18:00 horas. Por la mañana y mediodía el traslado era en autobús o de ride, para la entrada por la tarde nos acomodábamos en el auto de la tía Lupe Cepeda junto con el profesor Eliseo Torres, y la salida normalmente a pie desde la escuela a la calle de Castelar en el Centro de Saltillo.
También en el primer mes nos integramos a los huateques organizados normalmente en las casas, con una consola o tocadiscos y empezaban a usarse también las cintas ya adecuadas con bocinas de buen tamaño, que eran rentadas.
Después de zapatear entre las 18:00 a las 23:00, hora normal de término (o antes sí llegaban los mata huateques bien atizados), le llegábamos a los burritos Tobi y de ahí a las casas a dormir, porque el permiso vencía a la media noche.
En el Ateneo durante los recesos jugábamos al “veintito” en las bancas o íbamos a degustar los lonches de Peñita o unos cacahuates japoneses con salsa valentina y limón que vendían en el puesto de la entrada.
Las bancas fueron el punto de encuentro para conocer a las compañeras y compañeros, y para la charla entre los grupos de amigos o raza de la misma sección.
En el segundo año creció el grupo de amigos y conocí a la mujer de mi vida, Issa, quien ha sido mi esposa por 36 años y estoy seguro que fue un jueves por la tarde.
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Estoy cierto que uno de los tiempos más felices de mi vida fue cuando estudié en el Ateneo y a este volví al reencuentro con mis compañeros después de 45 años de haber egresado.
Agradezco a mis maestros porque perdieron una parte de su ser para legar sus conocimientos, a ellos prefiero nombrarlos anónimos para no ser grosero en la omisión.
Larga vida al Ateneo, a los maestros y a sus alumnos. Y como dice su himno: “Salimos del Ateneo y lo afirmamos con honradez”. Y sí, cuando yo me muera quiero que me entierren frente al Ateneo con una pelota y una banderola de Universidad. Salud, ateneístas.