Saltillo: Aventuras de Cándido Daniel, estudiante del Ateneo frente a San Francisco
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Don José García Rodríguez, miembro de la Junta Directiva y director de la institución a partir de 1902, dejó para la posteridad el relato de algunas anécdotas del Ateneo viejo. En un texto titulado “Remedio suficiente”, ubicado en el tiempo en que el Ateneo tenía internado para los alumnos de otros municipios, narra que los estudiantes le decían el Capitolio al dormitorio más amplio porque estaba construido en la parte más alta del terreno y había que subir unos escalones para llegar a él. Dicho dormitorio se ubicaba en el ala sureste de los corredores, hacia la esquina de las hoy calles De la Fuente y Guerrero, y era un salón de dos naves divididas al centro por recias columnas de madera. Las camas se alineaban en cuatro filas, dos recargadas sobre los muros y las otras dos formadas a lo largo de las columnas. Entre cada cama sólo cabía un buró, un baúl y una silla. Debajo de cada cama había una bacinica de peltre.
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Cuenta don Pepe que uno de los ocupantes del Capitolio era Cándido Daniel, un estudiante de Leyes originario de Abasolo, Coahuila. Era moreno, grueso y de poca estatura, pero muy ágil, ingenioso y jovial. Era el que ponía los apodos a los compañeros y autor de las travesuras y ocurrencias más divertidas. Un día, sustrajo de la despensa tres pilones de azúcar, dos docenas de botellas de vino tinto y una buena cantidad de canela, las vació en la fuente del patio y la acabó de llenar con agua. Luego puso un anuncio invitando a todos a tomar un delicioso vaso de sangría.
Periódicamente, la familia de Cándido le enviaba jamoncillos, nogadas y charamuscas de su tierra, golosinas que siempre le asaltaban los vecinos de dormitorio aun cuando las guardaba en su baúl. Harto ya de ese asunto, un día puso las golosinas dentro de la bacinica y la dejó sobre su buró. Santo remedio, sus dulces jamás volvieron a sufrir un atraco. Cándido Daniel Ibarra estuvo en el Ateneo de 1882 a 1890, hizo primero la prepa y luego concluyó estudios de Jurisprudencia, se recibió de Escribano/Notario y ejerció en Saltillo.
La anécdota es una historia entre los cientos que seguramente guardaron los muros del viejo Ateneo y, acaso, una de las pocas de aquella época, fines del 19 y principios del 20, que quedaron para la posteridad impresas en el papel.
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El palpitar de la vida en el vecindario era marcado por el pulso del Ateneo. Los estudiantes y los maestros hicieron de la plaza de San Francisco su lugar de reunión, y su presencia enriqueció notablemente la vida de la placita y del barrio. Ateneístas de la época, como Artemio de Valle-Arizpe, los hermanos Vito y Miguel Alessio Robles y Florencio Barrera Fuentes, entre otros, dejaron en sus escritos recuerdos de la plaza y de la gente que a ella concurría. Los martes en la noche había serenatas y se reunían las familias. Mientras que los señores hacían su tertulia en la farmacia de Guadalupe en la esquina de Juárez y General Cepeda, las señoras platicaban sentadas en las bancas de la placita y las muchachas daban la vuelta en los corredores y alrededor de la majestuosa fuente central presidida por un Neptuno, y posteriormente, por el kiosco que la suplió. La plaza de San Francisco gozaba de la efervescencia de la vida cotidiana, en gran parte gracias al Ateneo. Barrera Fuentes escribió:
“Dejó [el Ateneo] la Plaza de San Pancho y el jardín enmudeció de tristeza; el barrio cambió de vida; el silencio del rumbo ya no se vio interrumpido por aquella campana que cada cuarenta y cinco minutos y desde hacía muchos años, tocaba el viejo Merejo. Los árboles del jardín, mudos testigos de cuitas de amores de estudiantes soñadores, cerraron sus oídos porque ya nada escuchaban; las bancas ya no fueron desde el día de la mudanza escenario de discusiones científicas; y hasta la banda de don Zeferino, que los martes en la noche alegraba con su música estruendosa la serenata, dejó de tocar ‘El Murmullo’ y ‘La Porra del Ateneo’, porque del barrio ya se habían ido los estudiantes”.