De santos y otros tipos raros

Opinión
/ 2 enero 2025

Francisco de Asís fue santo y fue poeta, lo cual es ser dos veces santo. Rico, se hizo pobre. Pobre, se hizo inmensamente rico. Amó a la pobreza, lo que es muy difícil, y amó también a los pobres, lo cual es más difícil aún. Fue un segundo Cristo. Si se toma en cuenta que Cristo, a más de ser humano, era divino, entonces se puede decir que Francisco ha sido el mejor hombre que ha habido en este mundo. Logró llegar a esa suprema cumbre de humanidad -y de humanismo- que es la fraternidad con todas las criaturas: hermano Sol; hermana Luna; hermano lobo; hermana agua... Y también hermana vida y hermana muerte...

Yo soy santero. Me gustan los santitos, lo he dicho muchas veces, y me duele no verlos ya casi en las iglesias. Los tengo en mi casa, amables invitados, y los saludo cada mañana y cada noche. Incluso sigo teniendo en el altar del corazón a santos a quienes la Iglesia ya no considera santos, como el gigante San Cristóbal, patrono de los caminantes, a cuyos cuidados me encomiendo cuando voy a uno de mis frecuentes viajes.

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En Nápoles compré una imagen de San Cristóbal Aparece en el momento en que cruza el río para llevar al Niño a la otra orilla. Usa como bastón una palmera, y lleva sobre el hombro su preciosa carga: el Niño Jesús, que a su vez porta el globo del mundo entre sus manos.

Un poder tan sin segundo,

Cristóbal, reside en vos,

que, cargando al mundo Dios,

vos cargáis a Dios y al mundo.

Otros muchos santos tengo en mi santoral. Algunos son muy extraños, como Santa Liberata -la patrona de mi abuela-, bellísima doncella crucificada por su fe. Luce la hermosa joven una vellida barba negra que le llega hasta la cintura. Su padre la prometió en matrimonio a un centurión romano. Ella había hecho secretamente voto de virginidad para desposarse con el Señor, y le pidió un milagro que la apartara de ese casamiento. Dios le hizo el milagro -se trataba de su esposa-: la víspera de las bodas le salió a Liberata una barba que ya la hubiera querido para sí el más barbón de todos los barbones. El centurión ya no la quiso, y su padre la mandó crucificar. Increíble: las reliquias de Santa Liberata están en Monterrey, en el templo de Nuestra Señora de la Luz. Nadia me ha podido decir cómo llegaron ahí.

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Mi santo más amado, sin embargo, es San Francisco. Está en la pequeña capilla del Potrero de Ábrego. Tiene un libro en la mano, que quiero creer es el Cántico del Sol, pero que a lo mejor es la Regla de su Orden. Muestra en sus manos los estigmas de la pasión de Cristo, y nos ve a todos con ojos donde hay inmenso amor y donde hay también perdón, que es una de las más bellas manifestaciones del amor.

Tengo además en la casa del rancho una vieja litografía en la cual se ve a Francisco hablando con el lobo de Gubbio. Las palabras del santo han dulcificado a la fiera, que mira al hombre con mirada de perro fiel. Sobre ambos vuela una bandada de palomas, como si el cielo se hubiera pintado de blanco con el triunfo de la bondad sobre lo malo, con la victoria del amor sobre la oscuridad del odio. Que ese sentimiento presida nuestros actos en este 2025.

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