Día de sombreros locos en la prepa
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Mazorca perfecta
Sofía García Hernández
Ese profe te juraba que con una sonrisa suya podría alegrarte el día en la preparatoria. Tenía un humor tan simple que hacerlo reír era más fácil que cualquier cosa, mucho más fácil que su materia; pero para mí era tan molesto verlo carcajearse siempre de todo, que me desesperaba. Él sólo quería presumir la mazorca reluciente que tenía en la boca y yo siempre fui su pretexto ideal para darla a conocer.
Si sacaba seis en su materia, él reía; si estaba desviviéndome por una pregunta de su examen él reía y, mientras más me enojaba, él más reía. El maestro dejaba ver su perfecta dentadura gracias a las diminutas piezas de ortodoncia y a que yo era el blanco favorito de sus burlas.
Yo buscaba la oportunidad de arruinarle esa exasperante sonrisa de la cara e iba a tenerla muy pronto.
El día del estudiante nos tocó la actividad de sombreros locos. Lo pensé todo el semestre, trabajé muchísimo en él y ahora sí me tocaría ser motivo de risa para todos, menos de mi querido profesor. Por supuesto el sombrero tenía que ser dinámico, tenías que poder hacer algo con él además de solo estar bonito. El día del certamen llegué con mi sombrero de elote en palo y descubrí que el maestro con la alegría de oreja a oreja sería juez del concurso.
En breve reemplazaría su falsa dentadura por otra igual de artificial.
La competencia fue reñida; pero aun así gané el primer lugar. Orgullosa de mi sombrero de elote, abracé al profe risueño y empecé a gritar: “¡que se lo coma, que se lo coma!”. El resto de mi grupo me siguió la corriente, luego toda la escuela y fue ahí donde obtuve mi venganza. Motivado por los aplausos, el maestro tuvo que fingir que comía parte del sombrero; pero yo lo empujé con tal fuerza que mi movimiento le borró la sonrisa del rostro y le tumbó los brackets que la mantenían tan magnífica y alineada. En su lugar, le quedó una mueca horrible y desde entonces tuvo que usar mascarilla para dar clase.
Dicen que quien ríe al último, ríe mejor; pero, por si las dudas, el profe ya no puede reír más.
***
El último recreo
Fátima Azeneth Sanmiguel Dávila
Las escuelas públicas no dan clases sobre ninguna religión, dato que no le importaba a José. Él había estudiado cuatro años y era todo un licenciado en educación. Él iba a enseñar sus ideales y no le interesaba si su fe se oponía a las creencias de algún joven bautista.
Todos los días sin falta, a primera hora y justo después de entrar, el profesor obligaba a sus alumnos de preparatoria a hincarse, juntar sus manos y pedir a Dios.
— ¿Pedir qué? —pensaban los adolescentes mientras se arrodillaban con los ojos cerrados.
—Llevo cuatro meses pidiendo que lo atropelle un carro. Me duelen las rodillas, me suena la tripa, ¡tengo casi 18 años y me ponen a decir el Padre nuestro! ¿Qué hago rezando a las siete de la mañana? —pensó Juan. Era Día del Estudiante y él estaba especialmente molesto con las costumbres de su docente, quien no los dejaba descansar ni en días de fiesta.
Como dinámica de la escuela, se había organizado un concurso de sombreros locos. Juan llevaba uno de pan Bimbo y su compañero de banca, Raúl, portaba uno inspirado en el garrafón de agua. Todos seguían orando en silencio cuando por la ventana apareció el rostro de un hombre de barba. Era Dios. Se había manifestado y se puso a halagar al maestro en su labor. Él siempre había confiado en los Josés.
—Eres un cristiano ejemplar —le dijo el Todopoderoso—. Como recompensa ahora tendrás algunos de los poderes de mi hijo.
Después de comunicar el gran premio, la deidad abandonó el patio de la escuela.
Con la cara iluminada y casi llorando, José gritó de alegría. Quince minutos chilló en medio de toda la clase. Fueron quince minutos durante los cuales Juan y todo el salón se preguntaban si ya podrían pararse y salir a receso. Cuando el profesor se puso en calma, miró en dirección a Raúl para hacer una prueba.
— ¡Tú, garrafón bendito, te cambiarás a vino tinto!
Raúl se derritió lentamente, succionado por el garrafón, y se transformó en un líquido rojo y con olor a uva, embotellado.
— ¡Aleluya! —gritó el profesor.
Sus ojos se dirigieron entonces hacia Juan.
—Tú, pan sagrado, conviértete ahora en hostias.
A Juan no le pasó nada. El religioso educador había olvidado que en la última cena lo que Jesús ofreció como pan fue su cuerpo.
En la media hora de descanso, los jóvenes almorzaron hasta calmar su sed y hambre. Con disgusto para su paladar pero con enorme alegría para su rencor adolescente, se saciaron de vino y hostias rancias.
***
Raticida
Érika Cepeda Lumbreras
Estaba harta de eso, de ver cómo él lo disfrutaba mientras yo sentía que perdía cada segundo de mi vida intentando ser alguien, tratando de no arrepentirme de aquella decisión y pensando si fue lo correcto.
Cada día de mi existencia lo veía pasar por los pasillos: alto, piel blanca, cabello grisáceo y unas cuantas marcas de expresión que en su momento llegué a amar. Más allá de las miradas cómplices en clases, la retrospectiva no contempla encuentros físicos, ni siquiera un beso.
Todo rastro de ella, para él, se resumió en numerosas fotos alojadas en su celular.
Alejarme sin permitir un último encuentro, de esos que tienen propósito de debut y despedida, tendría sus consecuencias; pero jamás imaginé encontrarme en una situación en la que ahora sería yo quién deseara verlo para solucionar todo aquello que no se dio en el pasado.
Seguía sintiendo su intensa mirada sobre mí, aquella que no sabía descifrar y que no expresaba nada. Mis saludos por la mañana ya no eran correspondidos, tampoco las sonrisas inocentes que solía darle. No entendía por qué eso me generaba un sentimiento de ira y tristeza, si era yo quien siempre quiso eso.
Mientras pensaba todo esto, volví a mirar mi examen y luego al culpable que hacía que yo estuviera ahí. Él estaba sentado con una cara que daba miedo, de ésas que solía dar cuando algo no le salía bien. Sentí que me miró y un escalofrío recorrió mi cuerpo; me llamó para salir del salón y me dijo que aún estaba a tiempo, que podía retractarme y podríamos intentar algo. Sus palabras me dieron asco y rechacé su oferta. Entonces sentí una mano recorriendo mi espalda e inmediatamente le pedí que la retirara. Esto le molestó y con un gesto de rabia e impotencia me dijo que me haría la vida imposible, que me haría recursar cuantos años fueran de preparatoria para que nunca olvidara su presencia y me diera cuenta del grave error que había cometido.
Regresé molesta al aula para seguir con aquel odioso examen; enseguida entró él y volvió a su asiento, sin quitarme la mirada de encima. Giré a verlo y me di cuenta de la terrible persona que era. ¿Reprobarme por no aceptar salir con él? Vaya que era infantil a pesar de todos sus años.
Para su desgracia yo era una bruja y en mi aquelarre es una tradición regalar algo cuando cumples quince años. A mí me dieron un obsequio que pensé nunca iba a usar por lo anticuado e inservible que parecía. Afortunadamente, fue útil para el Día de Sombreros locos y lo traje a la escuela. Disfracé el mío con toda suerte de roedores, bichos y telarañas para que pasara inadvertido. La celebración fue hace unos días, pero miré hacia la repisa del aula y ahí seguía junto a algunos otros, todavía enteros y compuestos con múltiples referencias y materiales. El mío parecía de todo, menos el sombrero de una auténtica hechicera. Lo bajé de ahí y me lo puse de inmediato.
Me imaginé lo que quería que sucediera y ocurrió tal cual lo deseé. Primero vino el olor a putrefacción. Mientras él revisaba uno de los exámenes una peste a alcantarilla se dejó sentir en el aula. Todos hicieron expresiones de asco y buscaron el origen del hedor. Él se levantó de su escritorio y se dieron cuenta que el olor provenía de su persona. Satisfecha de mi deseo, di el siguiente paso. Todos gritaron asustados al ver ratas gigantes salir de sus pantalones. Los roedores eran horribles con sus ojos saltones y el espantoso negro de su pelambre.
No podía evitar reírme de él. Se veía ridículo dando saltos para quitarse aquellos bichos de encima. Todos estaban asqueados y extrañados de la situación. ¿Y yo? Muy divertida. Aún no había decidido que aquello terminara y puse unas cuantas ratas más dentro de su camisa. Me entretenía verlo bailando así, aunque tuviera dos pies izquierdos. Al escuchar tanto alboroto, los alumnos y docentes de otros salones se acercaron y se rieron y grabaron videos para subirlos a la red con alguna canción graciosa de fondo. Yo sólo pedía que me etiquetaran para tener un recuerdo de mi maravillosa obra.
En medio de aquel espectáculo, recordé el sufrimiento que me hizo pasar desde que lo rechacé, desde los simples regaños hasta mandarme a extras en más de una ocasión. Me puso en situaciones que me impedían terminar mi etapa de prepa... En reacción a mis memorias, mi ira creció y de un momento a otro él estaba tirado en el suelo convulsionando. Espuma blanca le salía de la boca y tenía las pupilas hacia atrás, al borde de los párpados.
Los alumnos gritaban asustados mientras intentaban ayudarlo sin éxito.
Me quedé pasmada porque eso no era obra mía. Era imposible que la magia de mi sombrero realizara algo así. Yo sólo había aprendido a invocar criaturas nauseabundas y olores fétidos. Volví la mirada a todos lados y encontré a una chica que tenía sus ojos llorosos. Y encima llevaba un sombrero decorado con cintas moradas y moños del mismo color. El listón anudado de esa forma era símbolo de la epilepsia a nivel mundial, según nos contó ella a todos.
Devolví mi interés en el profesor y por un instante tuve compasión de él. Toparse con una bruja y abusar de ella era mala suerte; pero encontrar a dos y hacerlas sufrir de la misma manera... Definitivamente, Dios le había dado la espalda. Y debía de ser por un buen motivo. Imaginé la cantidad de alumnas por las que él había pasado y sentí mucho asco. Sin embargo, no pude sentirme más feliz y tranquila al ver lo que le estaba ocurriendo en el piso del aula.