El acertijo y la certeza, adivinar la identidad de la música
La adivinanza implica suponer, atisbar, barruntar: sinónimos de una actividad lúdica que nos remite a tiempos que nuestra memoria se niega a abandonar. El juego y la gambeta verbal sofisticados son un portal a la destreza y agilidad mental. Tan pronto se pronuncia la última palabra -la coda de la frase postrera- empiezan las elucubraciones sobre la identidad oculta en la adivinanza. El acertijo reta y pone a prueba la agilidad mental.
En la música es posible desarrollar y reproducir este tipo de juegos. Basta una sólida cultura auditiva para sumergirse en una sesión de música de cualquier género y, sin conocer la identidad de la pieza, sugerir una aproximación a la identidad de ella o, en el mejor de los casos, acertar en la naturaleza de la pieza. Si no se reconoce la obra, entonces se pueden adivinar tanto el género como la época en que se compuso ésta. Uno de los exámenes de ingreso a las escuelas de música en las universidades extranjeras consiste en una prueba de esta naturaleza: una serie de piezas de variada índole y género (arias de ópera, sinfonías, música de cámara, piezas para piano, etc.) se proyectan en el aula a través de varias bocinas distribuidas en el salón, y con solo 10 segundos de cada una, con intervalos de cinco segundos entre cada una de ellas, se tiene que contestar el nombre de las piezas. Valga la siguiente narración breve para ilustrar a través de la prosa una serie de piezas célebres inmiscuidas en el relato. Si usted, lector amable, es capaz de adivinar un par de ellas podría asegurar que su cultura auditiva es respetable.
Éste es el orden del ritual: me siento en el banco, enciendo la lámpara, abro el piano y escojo una antología adecuada. A partir de este punto todo puede suceder. La última vez ocurrió con una balada. Un caballero ceñido de armadura surge en el camino y me pregunta por la ruta hacia Brabante. Me cuenta que va en busca de su hijo, enrolado en la milicia. Le digo que el camino está siguiendo el cauce del arroyo. Parte agradecido. En el camino de regreso, surge de la niebla el tañido de una campana Me dirijo hacia el sonido.
Desemboco en una playa. Desde su orilla observo los muros lamosos de una catedral sumergida. Me arrodillo y siento la tensa superficie oceánica diluirse entre mis dedos, que vibran con el estruendo de la aleación metálica. Me alejo del aire salino en medio de la bruma. El sonido rítmico de violines sale de la espesura del bosque. Entro en él. En su claro baila con frenesí un grupo de gitanos que por generaciones ha pernoctado en aldeas cubiertas por el follaje de mandrágoras. Danzo con ellos la cadencia virtuosa de los cuerpos. Lo hago con tal torpeza que derribo vasijas, calderos y trebejos. El desaliño que ocasiono los enfurece. Salgo avergonzado del bosque.
Llego a un caserío. En medio de él, velan el cuerpo de una infanta. Indago la causa de su muerte: las reyertas de sus consanguíneos la afligen y una peste virulenta la debilita. Cae postrada con un mal letal. Antes, libra una breve batalla por su vida. La pierde y fallece sin el consuelo de la reconciliación. Para paliar el dolor de sus deudos entono una elegía. Agradecen mi gesto otorgándome un salvoconducto para regresar sin incidentes. Salgo del caserío. Camino por un sendero envuelto en la penumbra de un nocturno. A corta distancia un claro de luna ilumina la parcela. Extiendo mi mano y la luz se instala en mis yemas. Se hace tarde y estoy fatigado. Recorro el último trecho con una fuga, contrapunto de viento y relente. Su precisión asegura mi llegada a casa. Frente a ella se agolpa una pequeña multitud. Pide, molesta, que cesen los sonidos que salen del interior. Alega que por la mañana hay que levantarse muy temprano para ir a trabajar. Apago la lámpara. Al cerrar el piano, mis dedos tensan la flecha de una escala que disparo en la oscuridad.
CODA
“Si cerramos los ojos, dejamos de ver la imagen. Y si no leemos, nos quedamos sin poesía. El oído no tiene cerradura: está abierto. Y si en su presencia suena una canción, la música penetra en el interior del oyente sin que éste pueda defenderse de ella. Aquí radica el carácter subversivo de la música: puede desarmar al oyente más frío”.- Nikolaus Harnoncourt.