Escuchar y entender la música, memorias de un aprendiz (I)
Para muchos músicos sus primeros pasos en la música no son precisamente entrañables ni memorables. Tal fue mi caso. Llegaba a mi clase de piano en un estado de paroxismo y de agitado desasosiego que me nublaba el entendimiento. Recuerdo con viveza el olor a tabaco que impregnaba el enorme salón donde tomaba mis clases junto con mis hermanos más pequeños. Unos enormes e intimidantes perros dóberman habitaban el patio lateral, pero sus ladridos no perturbaban el curso de la clase: la voz y personalidad de mi maestra eran más imponentes.
El contraste de mi experiencia auditiva en mi casa- cuando escuchaba los discos que había en la sala con la música de Bach, las piezas del American Jazz Quartet, las Sinfonías de Tchaikovski, los Nocturnos y Baladas de Chopin y las piezas que mi madre tocaba en el piano en la sala: Clementi, Chopin y una numerosa cantidad de himnos-, con la de los rígidos ejercicios del Hanon, Schdmitt y Beyer que estudiaba penosamente en el piano (lo que deseaba constantemente era salir a jugar futbol a los enormes jardines en la esquina de la casa), fueron mis primeras nociones de escuchar y entender la música.
Empezaba a comparar la continuidad y pulcritud de la música que emanaba de los LP con las tortuosas líneas melódicas de los ejercicios que trataba de tocar. Por un lado, escuchaba sin parar y por el otro intentaba, desde el piano, entender lo que no podía tocar con ilación. No recuerdo con claridad cuando ocurrió la noción, y la disociación, de escuchar y entender. Los ejemplos incipientes de esta dualidad se dieron cuando mi maestra tocaba los pasajes que a mí no se me daba tocar correctamente, pese a las horas dedicadas al estudio. Después de tocarlos me preguntaba “¿Entiendes”?, para después dejar el piano y regresar a su silla.
Mi entendimiento estaba muy lejos de producir música con cohesión, claridad y propósito, elementos inasibles que tardaron en germinar. La primera audición de música en vivo fue reveladora e inolvidable. Lo más impresionante fue constatar la igualdad de sonido constante, límpido, producido por la orquesta de cámara con todas las variantes dinámicas que escuchaba en los discos, lo que me recordaba lo frustrante que todavía era para mí no lograr esa tersura y continuidad del sonido.
Paulatinamente fui comprendiendo que escuchar conlleva la acción de entender y que ésta no es, necesariamente, la misma experiencia para el diletante como para el estudioso de la música. Éste sí tiene que entender lo que escucha y toca, el melómano no tiene qué entender lo que escucha. Para el músico es imperativo comprender la ingente cantidad de signos impresos en el pentagrama, el melómano no los necesita para gozar de la experiencia de escuchar un aria de Puccini, o una pieza de Ravel.
Una vez fui a escuchar a Henryk Szeryng tocar el Concierto para violín y orquesta de Brahms. Era la primera vez que escuchaba en vivo una obra de colosales dimensiones. En esa ocasión escuché por primera vez a alguien decir “no entendí esa música”. “¿Es necesario entender la música”?, ¿qué significa entender al sonido?”, me pregunté. La frase la pronunció un adulto para el que evidentemente no fue grata su experiencia auditiva, pese a escuchar a uno de los más grandes violinistas del siglo 20.
Siempre encuentro un gusto especial por leer testimonios e historias acerca de los públicos de siglos pasados y su reacción ante los estrenos de obras musicales. En esos públicos de antaño había eruditos, compositores y críticos de música, como gente que gustaba del arte musical. Autores y escritores de la talla de Carpentier, Weber, Steinberg, Alcaraz, Zambrano, et al., han escrito memorables anécdotas sobre las reacciones y emociones de los públicos al escuchar alguna obra.
Es inolvidable la anécdota que cuenta Harold Schonberg sobre la reacción virulenta del público parisino, reunido en el Teatro de los Campos Elíseos, en el estreno de “La consagración de la primavera”, de Igor Stravinski. La fecha del histórico acontecimiento fue el 29 de mayo de 1913. Hubo tal agitación en la sala que se tuvo que interrumpir momentáneamente la ejecución de la obra. En una siguiente entrega hablaré un poco más sobre este fenómeno estético de escuchar y entender, y concluiré de contar en qué terminó este zafarrancho parisino en el que Stravinski y su música tuvieron mucho qué ver.
CODA
“¡ La consagración de la primavera... como si yo no hubiese escrito otras cosas...!”
Igor Stravinski (al referirse hastiado del éxito mundial de su obra).