Estados Unidos no votó por este Donald Trump

Opinión
/ 12 febrero 2025

Los objetivos de Donald Trump no sugieren fortaleza. Meterse con Panamá y Groenlandia o amenazar con guerras comerciales con Canadá y México tiene el aspecto de un matón de patio de colegio que busca a alguien más pequeño a quien empujar

Por Ben Rhodes, The New York Times.

En 1962, poco después de que el presidente John Kennedy creara la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por su sigla en inglés), encargada de administrar la ayuda exterior estadounidense, recibió en la Casa Blanca a sus primeros directores de misión. Señaló la difícil política de mantener la ayuda exterior, pero la calificó de esencial para el papel de Estados Unidos como líder del mundo libre. “No habrá desfiles de despedida para ustedes cuando se vayan”, dijo sobre sus inminentes traslados a los países de sus misiones, “ni desfiles cuando vuelvan”. La recompensa era el trabajo mismo y la importante causa de la libertad a la que servían.

La política exterior de una nación es una buena ventana a su psique. Los Estados Unidos que crearon USAID tenían una visión expansiva de sí mismos en el mundo: defendiendo la libertad, reforzando las instituciones internacionales, librando batallas por los corazones y las mentes de los pueblos de todo el mundo; un esfuerzo que cuadraba con el movimiento por los derechos civiles en casa. Los Estados Unidos que están canibalizando USAID tienen una idea muy distinta de su lugar en el mundo: amenazan con conquistar naciones más pequeñas, se retiran de las instituciones internacionales, proponen despreocupadamente la limpieza étnica en Gaza; una visión del mundo que complementa las deportaciones masivas y la eliminación de los programas de diversidad en casa. Una nación cada vez más pequeña en tamaño y en concepto de sí misma.

El presidente Trump, por supuesto, se presentó a la reelección prometiendo transformar el lugar de Estados Unidos en el mundo. Tras los cruentos conflictos de Irak y Afganistán, prometió disciplinar a las élites de seguridad nacional que se negaron a aprender de guerras eternas. Tras décadas de quejas de que nuestros socios comerciales se beneficiaban más que nosotros de la globalización, se comprometió a utilizar viejas herramientas del arte de gobernar, como los aranceles, para conseguir mejores acuerdos. Después de que parte de la fuerza de trabajo federal se resistiera a su agenda en su primer mandato, trató de llenarla de leales que le sirvieran a él y a su movimiento. En un mundo caótico lleno de hombres fuertes transaccionales, los estadounidenses tendrían el suyo.

Muchos estadounidenses, entre los que me incluyo, apoyan la revisión del anquilosado consenso sobre seguridad nacional que ha regido nuestras políticas desde el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, sería un error descartar la vertiginosa serie de pronunciamientos y acciones ejecutivas de Trump en materia de política exterior como el mero cumplimiento de sus promesas electorales. No se presentó con el desmantelamiento de USAID, la conquista de Groenlandia o la ocupación de Gaza. En lugar de mostrar fortaleza, su política exterior delata una pérdida de autoconfianza y autoestima estadounidenses, eliminando cualquier pretensión de que Estados Unidos defienda las cosas que ha afirmado apoyar desde que luchó en dos guerras mundiales: la libertad, la autodeterminación y la seguridad colectiva.

En muchos sentidos, Trump refleja una imagen más familiar de la historia: un hombre fuerte envejecido que medita sobre la expansión territorial para consolidar el poder y cimentar su legado. En el mejor de los casos, este tipo de política exterior ayudará a configurar un orden internacional reformado en oposición al exceso estadounidense; en el peor, podría acelerar una tendencia global hacia el desorden y el conflicto entre grandes potencias.

Consideremos lo que el resto del mundo ha visto estas últimas semanas. Trump es el primer presidente en mi vida que accede al cargo prometiendo “ampliar nuestro territorio”. Ha insistido en que Estados Unidos recupere el Canal de Panamá y se apodere de Groenlandia, a pesar de las reiteradas objeciones de los gobiernos y los pueblos de esos países. Es posible que se trate de una postura para entablar negociaciones, aunque sea sobre asuntos que no son prioritarios para la mayoría de los estadounidenses: reducir las tasas para los buques estadounidenses que transitan por el Canal de Panamá u obtener más acceso a los recursos y las bases militares de Groenlandia. También es posible que Trump hable en serio sobre la expansión territorial.

En cualquier caso, los objetivos de Donald Trump no sugieren fortaleza. Meterse con Panamá y Groenlandia o amenazar con guerras comerciales con Canadá y México tiene el aspecto de un matón de patio de colegio que busca a alguien más pequeño a quien empujar. Aunque estas luchas puedan ofrecer victorias políticas inmediatas, el mundo no vive y muere al ritmo de los ciclos de noticias estadounidenses o de la realidad alternativa de Fox News y la cadena One American News. Nos mira desde fuera y ve a un presidente que ignora la soberanía del Estado, que ha sido la piedra angular de la estabilidad mundial desde las Guerras Mundiales, y lo hace en un momento en que Vladimir Putin intenta absorber partes de Ucrania, Xi Jinping está decidido a imponer su control sobre Taiwán y algunos políticos israelíes están presionando para anexionarse Gaza y Cisjordania, todo ello bajo el pretexto de la seguridad nacional. Si Estados Unidos se excluye de las normas, ¿por qué van a seguirlas otras naciones?

Ésta es una de las razones por las que la sugerencia de Trump de que Estados Unidos se adueñe de Gaza y la convierta en la Riviera de Medio Oriente fue tan chocante. Como muchas cosas que propone Trump, es poco probable que ocurra (de nuevo, no es una demostración de fuerza). Pero legitima aún más la idea de que dos millones de palestinos de Gaza deben abandonar una tierra que no quieren dejar e ignora el hecho de que los Estados árabes vecinos, como Egipto y Jordania, se desestabilizarían por ser cómplices en la limpieza étnica. Además, respalda implícitamente una visión de la política exterior que despoja a las naciones y pueblos menos poderosos de todo derecho a determinar su propio destino. Bezalel Smotrich, el ministro de Finanzas israelí de extrema derecha, aprovechó esta nueva realidad: “Ahora”, dijo tras las declaraciones de Trump, “trabajaremos para enterrar por completo la peligrosa idea de un Estado palestino”.

Si a Trump le preocupara la difícil situación de los gazatíes, no estaría destruyendo la agencia estadounidense encargada de ayudarlos a reconstruirse. La parálisis mundial de la ayuda exterior y la suspensión de gran parte de la fuerza de trabajo de USAID ya incapacitan a la agencia para apoyar el tenue alto al fuego en Gaza con ayuda humanitaria, por no hablar de las tareas más arduas de retirar escombros, desactivar bombas sin detonar y proporcionar refugio a cientos de miles de civiles que han perdido sus hogares.

A diferencia de los pronunciamientos de Trump sobre Gaza y Groenlandia, el cierre de la USAID supervisado por Elon Musk es algo que ya está ocurriendo, con consecuencias tangibles no solo para las personas de todo el mundo que dependen de la agencia, sino también para los estadounidenses que esperan que su gobierno impida la propagación del terrorismo, las enfermedades y la influencia mundial del Partido Comunista Chino. Despojados del financiamiento de USAID, luchando bajo el peso de los aranceles, las naciones, incluidos los aliados de Estados Unidos, pueden mirar ahora a China como una fuente más previsible de comercio e inversión. Esta dinámica refleja las formas en que el poder en este país se extiende más allá de nuestras fronteras. Cuando el hombre más rico del mundo puede socavar tan fácilmente nuestro lugar en la escena mundial, es, sencillamente, un presagio de decadencia: un signo de una superpotencia corrupta tan frágil que sus fuentes de influencia pueden ser desmontadas desde dentro.

“La gente que se opone a la ayuda debería darse cuenta de que es una fuente de fuerza muy poderosa para nosotros”, dijo el presidente Kennedy al personal de USAID en 1962. “Como no queremos enviar soldados estadounidenses a muchas zonas donde la libertad puede estar siendo atacada, los enviamos a ustedes”. En aquellos días, Estados Unidos era una superpotencia recién acuñada, su estatus ascendente se manifestaba en la juventud de su presidente y su visión de una “nueva frontera”. Esa mentalidad condujo a su propia arrogancia y exceso, pero ofreció a los pueblos de todo el mundo una mano extendida. Eso era algo de lo que los estadounidenses podían enorgullecerse.

Hoy somos una superpotencia en declive que se aferra al estatus perdido. La mezcla de agravio, nacionalismo y libertarismo que constituye la base de la asociación entre Trump y Musk apunta a un futuro en el que los presidentes se liberan de las contenciones en torno al uso del poder y de las molestias de una fuerza de trabajo federal a la que puede irritar participar en abusos de poder. Y aunque algunos de los comentarios de Trump son absurdos, la historia de la primera mitad del siglo XX nos recuerda lo que ocurre cuando emerge una cepa de nacionalismo, desbocada por normas, instituciones o valores aspiracionales. Las grandes naciones dirigidas por hombres fuertes nacionalistas inevitablemente chocan; inevitablemente, la gente sufre.

Los que estamos alarmados debemos reconocer que no habrá vuelta al pasado, ni una historia alternativa sobre cómo volver a hacer grandioso a Estados Unidos o restaurar un orden perdido tras la Segunda Guerra Mundial. Tendrá que haber nuevas ideas sobre cómo Estados Unidos puede implicar constructivamente a la gente de todo el mundo y coexistir pacíficamente con otras naciones. Sin embargo, para alcanzar ese futuro, debemos mirar hacia dentro. No basta con defender la idea de la ayuda exterior u oponerse a la agresión territorial; también debemos convertirnos en el tipo de nación capaz de ver nuestro propio interés como algo relacionado con algo más grande que los caprichos de los hombres fuertes.

Ben Rhodes es colaborador de Opinión y autor, más recientemente, de After the Fall: The Rise of Authoritarianism in the World We’ve Made. c. 2025 The New York Times Company.

COMENTARIOS

NUESTRO CONTENIDO PREMIUM