Cuando la nación escucha al presidente Andrés Manuel López Obrador hablar de Chiapas debe quedarse con la idea de que todo está bien en la entidad en el sur profundo del país. Es un estado tranquilo y pacífico donde no se ha roto el tejido social, afirmó el viernes, y los datos que presentó su gabinete de seguridad sobre la incidencia delictiva durante una gira por la entidad lo confirman. El Presidente no mintió, pero tampoco habló con toda la verdad. Convenientemente excluyó del recuento lo que sucede en la frontera con Guatemala. En esa región no existe la tranquilidad ni la paz señalada. Ahí se libra una guerra.
El epicentro del conflicto es Frontera Comalapa que por años estuvo controlada por el Cártel de Sinaloa, donde la facción de Joaquín “El Chapo” Guzmán tenía el control de todo, en ambos países, pagando 50 mil dólares mensuales a generales guatemaltecos para que la dieran protección a los aviones que descargaban cocaína en las pistas clandestinas en Huehuetenango y el Quiché. “El Chapo” Guzmán ya estaba en la frontera sur cuando los Zetas empezaron a correrse hacia esa zona, diversificando su negocio criminal hacia la trata y el tráfico humano desde Centroamérica.
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Los Zetas fueron severamente golpeados como narcotraficantes en el gobierno de Felipe Calderón, pero mantuvieron boyantes sus otros negocios ilícitos, construyendo bases de entrenamiento con el apoyo de exmilitares guatemaltecos que habían pertenecido a los kaibiles. Algunos de esos centros quedaron al descubierto al iniciar la obra del Tren Maya, y fue una de las primeras razones por las que el Presidente metió al Ejército en la construcción. El Cártel de Sinaloa, con “El Chapo” Guzmán, fue perdiendo poder, sobre todo cuando su operador, Gilberto Rivera Amarillas, “El Tío” Gil, fue detenido en 2016 en el aeropuerto de “La Aurora” en Guatemala capital cuando estaba por tomar un avión a la Ciudad de México, y extraditado un año después a Estados Unidos.
Su captura provocó un cambio en la correlación de fuerzas criminales en la frontera sur mexicana, que comenzó a aflorar con la captura del coronel guatemalteco Otto Fernando Godoy Cordón hace poco más de un año, quien el pasado abril detalló en la Corte del Distrito Sur de California al aceptar su culpabilidad, según el documento obtenido por Insight Crime, el mismo modus operandi que tenía “El Chapo” Guzmán, pero ahora con el Cártel Jalisco Nueva Generación. La irrupción de este grupo criminal en esa región, en el último tercio del sexenio de Enrique Peña Nieto, provocó una escalada de violencia por el control del territorio, primero con los chapitos, hijos de Guzmán, y más recientemente con Ramón Gilberto Rivera, hijo de “El Tío”, que se quedó con la operación de su padre y se alió con narcotraficantes guatemaltecos.
La participación de los guatemaltecos en la estructura de mando es reciente. De acuerdo con un informe de la Secretaría de la Defensa Nacional encontrado en los Guacamaya Leaks por El Sol de Sinaloa, hasta junio del año pasado cuatro células del Cártel de Sinaloa operaban en el estado. Lo que no mostraba ese oficio era el choque con el Cártel Jalisco Nueva Generación, ni la forma como los viejos socios de los sinaloenses en Chiapas estaban tejiendo relaciones criminales con los narcos guatemaltecos, que están empezando a tomar un papel importante en la guerra chiapaneca.
Frontera Comalapa se incendió en las últimas semanas como producto del enfrentamiento con el Jalisco Nueva Generación, comandados por dos de los más importantes cuadros de la organización con una fuerza de aproximadamente 200 sicarios. La forma como llegaron en la primavera fue, como suelen hacerlo, brutal. Llegaron a las comunidades en las zonas serranas a realizar levas durante las noches, matar a quien se resistiera y a presionar a las autoridades municipales.
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El Cártel Frontera Comalapa, como identifican en la zona a la unión de Rivera −que no ha roto con el Cártel de Sinaloa−, con los guatemaltecos, había puesto en práctica el método plata o plomo, y extorsionaban a los presidentes municipales de la región con pagos mensuales de 300 a 400 mil pesos. Al llegar el Jalisco Nueva Generación, de acuerdo con fuentes con conocimiento de primera mano de lo que está sucediendo en Chiapas, les dijeron que debían dejar de pagar −porque esos recursos eran para compra de armamento− o los mataban.
La violencia criminal dejó en medio a los chiapanecos, y cientos comenzaron a huir de sus comunidades provocando masivos desplazamientos mientras la violencia se acrecentaba. A finales de mayo llegó la Guardia Nacional a la región de Frontera Comalapa, lo que temporalmente sofocó la espiral de violencia, pero en el mediano y largo plazo, el conflicto va a escalar, porque no se está resolviendo la guerra; sólo hay un impasse. El Cártel Jalisco Nueva Generación no fue replegado, sólo contenido, y mantiene un cerco a todas las comunidades serranas.
La presencia de los militares está cuidando en los hechos al Cártel de Sinaloa y a los guatemaltecos, al servir como una barrera de protección contra el Jalisco Nueva Generación, sin que haya una acción más allá en busca de la pacificación real y duradera, porque el control lo tienen los narcos. Personas que viajan por todo Chiapas se han topado con varias pistas clandestinas que permanecen activas porque las fuerzas federales no las han destruido. Lo mismo ha sucedido con las rutas del trasiego de drogas y armas, que se mantienen intactas.
Las autoridades estatales y federales, hasta que se desbordó el conflicto con el Cártel Jalisco Nueva Generación, habían estado cerrando los ojos ante lo que estaba sucediendo. El gobernador de Chiapas, Rutilio Escandón, nunca solicitó la intervención militar, ni su cuñado Adán Augusto López, en ese entonces secretario de Gobernación, hizo nada hasta que las Barret rompieron el statu quo. No hablemos de complicidades, pensemos que todo es por la incompetencia de las autoridades. Sin embargo, hay algo chocante, porque es inevitable no observar que ahí, una vez más, el Cártel de Sinaloa sale beneficiado.
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