Crónica sobre el niño que nos trajo la noche y lo que jugamos

Opinión
/ 25 julio 2025

Una crónica sobre la infancia, el despertar queer y la pérdida de un amigo que marcó el paso de la inocencia al dolor. Éder, el niño que trajo la noche, dejó juegos, preguntas y un hueco imposible de llenar.

No tengo muchos recuerdos de mi niñez; siento que fui un juguete emplayado hasta que salí del clóset. Una vez dije que quería ser sacerdote. Tendría unos ocho años. Estábamos en casa de mi abuela y el comentario fue recibido como una revelación. Desde antes, la religión ya era un personaje en mi vida: mis papás se conocieron gracias al padre Rodolfo, que oficiaba misa en la iglesia cercana a casa de mis abuelos. Lo celebraban como a un santo en vida, igual que a otro allegado que era seminarista. Supongo que yo buscaba esa misma admiración espiritual y lo dije como quien dice: “quiero ser cazador de dinosaurios”. Mi mamá parecía encantada; decía que así la iba a cuidar a ella.

Empecé a romper el empaque gracias a Éder. Sus abuelos vivían en la cuadra y él pasaba con ellos los veranos. En primaria casi no salía a jugar porque siempre tenía tarea, y porque me daban miedo los pelotazos en el fútbol. Pero cuando Éder llegaba, reunía a todos los niños de la calle y jugábamos cosas más entretenidas: Se va la bala, Declaro la guerra, Fut-beis. Era el más chico de todos, en edad y estatura, pero le caía bien a todo el mundo. Cada verano llegaba con una mascota distinta: una lagartija, un conejo, hasta una tarántula llevó una vez.

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Con los años, los juegos cambiaron. El miedo a la percepción social apagó la chispa infantil de casi todos, pero no en Éder, él era la chispa. Apenas entraba a secundaria y ya hablaba de chichis y de su plantita de mota. Entre sus descubrimientos trajo la noche, el porno, los cigarros y el alcohol. Juegos viejos como las Escondidas se volvieron más interesantes cuando se jugaban en la oscuridad, en pareja y en una casa abandonada. Llegó La Botella, y a Éder nunca le importó si le tocaba besar a un hombre o a una mujer: total, “era de mentis”. También instauró la carrera por el desarrollo genital en la colonia, tumbando el pudor con la clásica “todos tenemos lo mismo”, rematada con un “¿o eres joto?”.

En ese tiempo empecé a sentir la sangre en mis venas, a respirar a través de los pequeños orificios que se habían hecho en el plástico de mi envoltura. Me emocionaban los juegos, los descubrimientos. Sentía que todos los días pasaba algo nuevo y que por fin empezaba a ser yo: no el alumno, no el hijo, sino yo mismo. Regularmente regresaba al piso cuando mi mamá gritaba a media calle que ya era hora de meterme, y tenía que esperar hasta el siguiente día para saber qué había pasado después de que me fui.

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Un verano, la novedad que trajo Éder a la cuadra fue el luto. Su abuela nos dijo que se había ido de vacaciones con sus papás y pensamos que nos había cambiado por sus nuevos amigos de la secundaria. Supimos de él semanas después, cuando su hermanita lo encontró colgado de la regadera, con la correa del perro enredada al cuello.

Ese fue el segundo funeral en mi vida. El primero había sido en secundaria, cuando nos hicieron hacer guardia de honor alrededor del féretro del papá de una compañera a la que ni le hablaba —como ese día andaba bien peinado, me eligieron junto con otros cinco. Para los de la cuadra, el ataúd de Éder fue el primero que veían. No recuerdo haber llorado. Sentía coraje y un montón de preguntas.

Su abuela era de las incondicionales de la iglesia de la colonia, la misma donde se conocieron mis papás, pero el párroco en turno se negó a recibir el féretro. A mi mamá no le gustaba que yo me juntara con “todos esos”, pero le pedí que hablara con el padre Rodolfo, para que aceptaran a Éder en otra iglesia, lo recibió en la suya. Fuimos a misa con la mamá de una vecina. Camino al panteón, les pedí a los demás que me dieran el dinero que les habían dado para el camión; con eso compramos un puño de claveles. Nos los repartimos. Mientras bajaban el ataúd en la tumba, fuimos dejando las flores en el suelo, porque nadie se atrevió a asomarse al foso. Éder sí lo habría hecho.

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Los de la cuadra salimos algunas veces después de eso, pero siempre era para hablar de Éder. Teníamos muchas teorías, leímos noticias sobre su suicidio, queríamos entender lo que había pasado. Nadie jugó en las calles ese verano. Mi mamá me decía que rezara, que pidiera por él, que solo Dios sabe por qué pasan las cosas. Empecé a acompañarla más a la iglesia del padre Rodolfo. Cuando pasaba frente a la de la colonia, ya no me persignaba.

Para el invierno, estaba por terminar secundaria, fuimos a misa y en las intenciones la ofrecieron por Éder: ese fin de semana habría cumplido años. El hueco en mi estómago se comió mi Amén, la familia de Éder estaba sentada en la primera fila, todos seguían de negro, menos su hermanita, ella andaba corriendo en los pasillos con su conjuntito de Dora La Exploradora. Al final anunciaron el Retiro Vocacional Navideño. Les dije a mis papás que quería ir y, en cuanto terminó la misa, fuimos a la sacristía a inscribirme.

Mis pretensiones sacerdotales de niño estaban muy lejos. Yo solo quería hacer algo distinto, también huir de aquel manto de luto. Mientras escribía mi nombre, el padre les decía a mis papás que no aceptaban a cualquier persona, pero que hablaría a mi favor, que esa experiencia era un paso previo a la vida sacerdotal. Me congelé. Pero ni modo de decirles que solo quería quitarme de la cabeza a mi amigo muerto y no aburrirme en vacaciones.

Spoiler alert: sí fui. Y, obviamente, no soy sacerdote. Pero en la siguiente les platico por qué.

MÁS SOBRE JOAN EARDLEY

Joan Eardley fue una pintora británica nacida en 1921, reconocida por sus retratos conmovedores de niños de clase trabajadora en Glasgow y por sus paisajes intensos y expresivos de la costa escocesa, especialmente del pequeño pueblo de Catterline, donde vivió y trabajó en sus últimos años.

Su obra combina una sensibilidad social aguda con una técnica vigorosa, marcada por el uso de óleo, pastel y texturas crudas que capturan tanto la energía urbana como la fuerza bruta de la naturaleza. Eardley murió joven, a los 42 años, pero dejó un legado poderoso en la pintura del siglo XX, siendo hoy considerada una de las artistas más importantes de Escocia.

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Saltillense. Periodista egresado de la UAdeC, iniciado en 2007, forjado en nota roja, nutrido en artes y espectáculos; consolidado en locales. Apasionado de la gastronomía, fotografía, diseño y moda.

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