La lección de comunidad que la pandemia nos dejó

Una nueva consciencia de vulnerabilidad compartida nos llevó a replantearnos la noción que tenemos de las cosas y de nuestra realidad... de cómo hemos deshumanizado muchas de las dinámicas que tendrían que ser más humanas
Hace cinco años, por estas fechas, todas las naciones del mundo enfrentaban uno de los retos más importantes de este milenio: la contingencia epidemiológica por la enfermedad COVID-19. No ha pasado tanto tiempo, pero parecería que hemos olvidado sus lecciones.
Hagamos un ejercicio de memoria. ¿Qué estábamos haciendo hoy, hace cinco años? Apenas un mes antes, se había comunicado de manera oficial, en voz del entonces gobernador del estado, la primera muerte por COVID-19 en Coahuila, en la ciudad de Monclova.
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Para el 30 de abril, el Gobierno Federal publicaba un acumulado de 19 mil 224 casos registrados y mil 859 defunciones por COVID-19 en nuestro país. El alarmante crecimiento de las cifras generaba una genuina preocupación en la gente
Si bien en México no hubo un encierro obligatorio, con el tiempo, la gente optó por dejar de salir a realizar las tareas cotidianas para protegerse de los cada vez más probables contagios de la enfermedad y, en consecuencia, proteger a los suyos.
Las calles presentaban escenas completamente atípicas. Ciudades prácticamente desiertas, en las que sólo algunas personas se podían ver circulando, encontrando establecimientos de todo tipo cerrados por la desconfianza de acercarse a otras personas.
En medios y en redes sociales, circulaban noticias de países donde el aislamiento fue obligatorio, con fuerzas del orden asegurando a quienes de manera escéptica salían, desafiando a las autoridades que no estaban para pasar por alto ese irresponsable actuar.
Muchas y muchos pensaron que, como si se tratase de una película de suspenso, no pasaría mucho tiempo para que se encontrara la solución a esta situación dantesca, que transformaría ese tiempo de zozobra y encierro en una gran anécdota de vida.
Pero no fue así. Con el paso de los días los registros de contagio y de muerte aumentaban de manera descomunal. El sitio web habilitado por la Universidad Johns Hopkins daba cuenta, en su tablero de datos, números nada fáciles de digerir.
Las terribles historias de la separación de familiares en las áreas de triage respiratorio, donde una persona, en aparente buen estado de salud, era diagnosticada con la enfermedad y se le aislaba por completo ante la incredulidad de sus seres queridos.
Muchas de esas personas no se volverían a ver. No menos drástica era la experiencia del personal de salud que todos los días, al llegar a casa después de una extenuante jornada de trabajo, tenía que retirarse la ropa para desinfectarla, esperando no contagiar a nadie.
Fueron muchas más, de las que se hubiese querido contar, las historias de personal médico y de enfermería que eran diagnosticados en el hospital durante el desarrollo de sus labores y ya no regresaba a casa. Inimaginable lo que habrán experimentado sus familias.
Estábamos comenzando a darnos cuenta, como humanidad, de una realidad que nos aterra y que habíamos evadido con relativo éxito ante los grandes avances científicos y tecnológicos logrados: somos bastante más vulnerables de lo que nos imaginamos.
Esa nueva consciencia de vulnerabilidad compartida nos llevó a replantearnos la noción que tenemos de las cosas y de nuestra realidad. Nos llevó a darnos cuenta de cómo hemos deshumanizado muchas de las dinámicas que tendrían que ser más humanas.
Los videos ampliamente difundidos de personas en distintas partes del mundo que salían a los balcones de sus departamentos a cantar, invitando a sus vecinas y vecinos a hacer lo propio, generando un sentido de cercanía y comunidad justo en medio del aislamiento.
El 14 de marzo, en España, con el decreto oficial del primer estado de alarma por la crisis sanitaria, la gente se organizó de manera espontánea para, justo a las 8:00 de la noche, salir a los balcones, abrir ventanas y dar un aplauso colectivo al personal sanitario.
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No fueron pocos los lugares donde estas muestras renovadas de comunidad se hicieron presentes, dándole nuevamente un espacio protagónico a la música, al canto, a la expresión estética del sentido de unión, de fraternidad, del estar ahí para las y los demás.
Cada una de esas esperanzadoras muestras de reconocimiento de la otredad, de noción de lo colectivo, fueron fundamentales para lograr encontrar la salida a ese oscuro túnel al que habíamos ingresado por fuerza y en el que no se lograba percibir la luz del final.
Es importante, de cuando en cuando, hacer memoria de esos momentos, recordar el valor de ser parte de un todo empático y sensible. Mantengamos siempre presente que, sin comunidad, no hay futuro posible.
jruiz@imaginemoscs.org