La primavera del alma: el comienzo de un nuevo ciclo
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Si ocupáramos a plenitud, sin confusiones, el nicho que nos corresponde, podríamos descubrir el sentido del orden y de paso adquiriríamos la conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones
La primavera es símbolo de renacimiento y rejuvenecimiento, ya que marca el comienzo de un nuevo ciclo de vida en la naturaleza. Es una época de esperanza y optimismo; por ello, muchas culturas celebran su llegada con festivales y ceremonias que simbolizan el renacimiento y la renovación.
Durante la primavera, las plantas comienzan a florecer y nuevas hojas brotan en los árboles. Los animales se vuelven más activos y se reproducen en esta época del año. Los días se alargan y la temperatura comienzan a aumentar.
El arribo de la primavera no solo supone un cambio de estación, adicionalmente implica una revolución anímica y emocional que nos hace sentir más vivos que nunca.
Invierno
Ahora que llega la primavera, la tierra empieza a cubrirse de vegetación y flores y, ante tanta luz, resplandor y rejuvenecimiento, me desconcierta ver cómo los humanos nos ciclamos en lo que somos y no en lo que pudiésemos llegar a ser, quedándonos atrapados en el lado oscuro de la vida, en el invierno del corazón.
Particularmente, es triste constatar la manera en que consumimos la existencia comparándonos con los demás, la forma en que sofocamos la mente y el alma en prejuicios, el tiempo que ocupamos avinagrando el alma propia cuando, como deporte diario, gastamos caudales de energía juzgando a otras personas.
Me temo que miles de veces las personas nos perdemos buscando felicidades inexistentes, olvidando las flores que crecen al lado de nuestro caminar. ¡Qué tragedia! Perdemos tanto tiempo siendo infelices por no tener el valor para ocupar y llenar -a lo profundo, largo y ancho- el lugar que a cada quién nos corresponde en este mundo, el espacio que, desde la eternidad, ha sido creado para cada uno de los que hemos tenido el privilegio de vivir.
Tiempo perdido
Dejamos de ocupar el lugar que nos corresponde, cuando nos distraemos desembolsando tiempo y energía en ver lo que otros tienen y pensando en lo que nos hace falta. Que distanciados caminamos del gozo cuando envidiamos a quien ha forjado fortuna, a ese que tiene una mejor casa o carro, al de más “éxito” profesional, al que lleva a sus hijos a escuelas de “prestigio”, a quien la vida le ha dotado de belleza física, esbeltez, o salud; cuando nos comparamos con esa persona que goza de “roce” social, y hasta de aquellos que tienen “mejor” pareja; en fin, la lista de comparaciones es interminable, pero en el fondo de cada compulsa que hacemos habita el pecado capital de la envidia y desde luego la inconformidad de aceptarnos y valorarnos tal como somos. Lo grave es que así despoblamos de vida a la vida.
Comparaciones estériles
Lo peor del caso es que al compararnos solo vemos lo que queremos ver y oímos lo que deseamos escuchar, pero pocas veces ponemos en esa misma balanza el peso de nuestra propia alma. Así, al paso del tiempo, llegamos a ignorar los grandes tesoros que poseemos en nuestra alma que conducen a la realización personal.
Es lamentable constatar que los humanos llevamos pegada en la piel la necesidad de mendigar lo que personalmente no somos, abandonando nuestras personales potencialidades, esos talentos que podríamos desarrollar a plenitud.
Innecesario
Por estas razones, sufrimos innecesariamente y, de paso, olvidamos que la vida vale por lo que cada uno somos, por el entusiasmo que individualmente le ponemos al oficio que Dios a puesto en nuestras manos, por el sudor que se encuentra detrás de nuestras alegrías, por el sentido que le damos al sufrimiento que, de tiempo en tiempo, aparece para recordarnos lo profundamente humanos y frágiles que somos, lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros y lo agradecidos que deberíamos estar por el sólo hecho de existir.
El lugar
Existen infinidad de razones por las cuales evitamos ocupar el lugar que nos corresponde en la vida, uno de ellos es ignorar que en la existencia no hay ni mejores ni peores oficios, ni seres humanos superiores o inferiores a otros, ni posiciones sociales o económicas que sean vergeles para la felicidad.
Perdemos lo que podríamos ganar en nuestro propio lugar al ignorar que simplemente existen buenos o malos “oficiantes”, personas que emprenden su vida en pos de ideales excelsos y otras que claudican ante las seducciones de la comodidad o del mundo que los invita a no ser.
Aclaro que cuando expreso que es necesario ocupar el lugar que nos corresponde, no me refiero a resignarnos con lo que hoy somos, tampoco hablo de esa complacencia maligna que a veces usamos para apaciguar las ganas de existir, ni de esas actitudes en las cuales, en ocasiones, nos marinamos para amordazar los anhelos de ser y de crecer.
Más bien, me refiero a buscar, descubrir, vivir, gozar y verdaderamente amar la razón de ser de nuestra personalísima existencia, de satisfacer plenamente el sentido de nuestra personal vocación, pero sin ambicionar lo que otros son, tienen, hacen o viven. Lo que digo es que sería muy bueno que cada persona nos abracemos fuertemente -con la cabeza, el corazón y las manos-, sin titubeos, al timón de la vida para navegar alegremente los misteriosos mares que habremos de cruzar.
En este sentido, es claro que los seres humanos no somos simplemente producto del entorno o de las circunstancias, sino que tenemos la capacidad de trascender las dificultades y encontrar sentido incluso en las situaciones más difíciles, pues somos capaces de tomar decisiones libres y responsables, incluso en las circunstancias más adversas.
Entonces...
Por tanto, la responsabilidad de vivir exige que el que es padre de familia lo sea sin reservas; el esposo (a) que viva sin vacilar el amor incondicional que lo condujo al encuentro de su pareja; el maestro, que ilumine su vida con las dudas de sus alumnos para buscar la verdad; el político, que sea honesto y leal a sus votantes; el cocinero, que sazone con generosidad sus platillos y días; el médico, que cumpla con su promesa de médico; el jardinero, que haga florecer los jardines; el joven, que mantenga sus ideales, con el alma muy despierta, emprendiendo esos sueños pero con las manos en el azadón; el adulto, que sea testimonio de verdad, fe, congruencia y esperanza; el viejo, digno de los años vividos y generoso para compartir sus vivencias; el hombre, que con su hombría deje que la mujer sea y la mujer, con su feminidad y belleza, haga que en el mundo abunde el amor y que la vida continúe siendo vida.
Plenitud
Si ocupáramos a plenitud, sin confusiones, el nicho que nos corresponde, podríamos descubrir el sentido del orden y de paso adquiriríamos la conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones, siendo esta la manera más sencilla para aniquilar, de un tajo, a esa envidia que suele morar en las almas mediocres y que a la postre se transforma en miedo.
Entonces podríamos comprender que, si aquél es el que vacía, uno es quien debe llenar; si el otro es el que critica, uno el que debe construir; si aquél es el que quiere ser servido, uno el que debe servir. También aprenderíamos que si en la vida se desea abundancia hay que dar abundancia, si acaso se quiere respeto hay que respetar, y si se busca comprensión, primero hay que comprender para luego ser comprendido.
En lugar de desear lo que no es nuestro, o pretender ser lo que no somos, en lugar de criticar o juzgar, hay que extender ampliamente los brazos para acoger la vida tal como nos llega, para saciar plenamente nuestro espacio personal, para luego llenar cada corazón que encontramos por el camino; pero para eso, es menester reconciliarnos con nosotros mismos, comprender que lo que auténticamente vale en la vida es lo que llevamos por dentro, lo que somos, eso que nos permite descubrir, servir y amar.
Si esto lo llegáramos a comprender, entonces finalmente podríamos descubrir que el único vacío que hay que llenar en la existencia no se encuentra afuera de uno mismo sino en la profundidad de nuestra alma, ahí donde residen la inspiración y la vitalidad para poblar nuestra vida de entusiasmo y esperanza; ahí donde todas las personas tenemos nuestra propia primavera; ahí donde se refleja el rostro del mismísimo Dios.
cgutierrez@tec.mx
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