Ley de reciprocidad
Historia de un abrigo que viajó por varias ciudades y se perdió en el olvido
Terminé de leer _Historia de un abrigo_ de Soledad Puértolas. Se trata de una mujer que busca en los armarios de su familia el abrigo de astracán que perteneció a su madre.
Me detuve a mitad de la lectura al recordar una anécdota propia, aunque menos romántica y más pedestre. Viajaba en un transporte de personal de San Luis Potosí hasta Monclova, hace poco más de diez años, cuando trabajaba en la única empresa que le hizo justicia a mi carrera de ingeniero.
Iba sentado en el asiento de adelante, mis compañeros estaban dormidos, yo platicaba con el chofer para que no se le ocurriera hacer lo mismo. A la altura de Matehuala el clima empezó a bajar. Yo temblaba como gelatina y el chofer me extendió su chamarra. No me pongo ropa usada por temor al estafilococos y porque siento que me estoy embarrando la piel muerta de la otra persona, pero el frío es bien canijo y acepté ponérmela.
Llegamos a un paradero, nos bajamos, vi que el chofer tenía la piel erizada de los brazos y le regresé la prenda, pero él la rechazó.
-Nombre, así está bien, a mi me gusta el frío.
Continuamos el camino. Luego de unas horas me quedé dormido. Cuando desperté, otra persona conducía el vehículo.
-¿Y el otro chofer?
-Ya se fue, yo entré en su lugar.
Al llegar a casa hice llamadas, envié correos, pregunté por el nombre del sujeto y nadie me dio respuesta. Pensaba en lo generoso que había sido al ofrecerme su chamarra a costa de su propia comodidad, y de no pedírmela al irse para evitar despertarme. Sentí una enorme culpa. No quería que llegara a pensar que las buenas acciones no sirven de nada, que al contrario, había gente que se aprovechaba de ellas. Debía devolverla, era un compromiso moral.
-¿Cómo es físicamente? Me preguntó una empleada de la empresa de transportes pero el aspecto del tipo era bastante genérico y no me supo decir la identidad. Recuerdo haberle dicho lo mal organizados que estaban al no llevar un control de las personas encargadas de cada viaje (o quizá sí lo llevan pero no quisieron decirme; ha de ser un pobre loco, pensaron ¿quién hace tanto p3do para devolver una chamarra?).
A mí lo que me preocupaba era que el chofer siguiera creyendo en la reciprocidad, y que no fuera a romper esa cadena de favores. Luego de unos meses me fui a vivir a Saltillo, después a Monclova. La chamarra se perdió en alguna de esas dos mudanzas. Locura sería que, al igual que el personaje de la novela, después de tantos años yo me ponga a buscar con empeño esa prenda que me ha traído tan raros recuerdos. Esa sí sería una locura, pero no, aún no llego a esos niveles.