Más allá de las palabras en escena está el silencio (I)
Hacer teatro implica mostrar para un público. A pesar de que pueda implicar una gran serie de dispositivos, en esencia lo teatral podría ser reducido a eso.
Clarifico lo anterior porque, aunque con frecuencia se pueda pensar en el teatro como personajes sosteniendo un diálogo a través de la palabra, esto no es inherente a dicho arte, cuyos recursos, a través de su evolución y sus crisis, se han ido diversificando. Si la inmediatez de lo cotidiano nos lleva a asociar la interacción con la palabra, el arte teatral a través de las épocas se ha deparado también con el silencio, no porque sea un invento del arte, por cierto, simplemente, porque en el acto de mostrar, existe a veces la imposibilidad de abarcar el todo con la palabra.
Lo no verbal en el teatro comienza a ser enfatizado a finales del S.XIX, siendo auténticamente explotado como recurso expresivo en el siglo XX y XXI. La crisis de lenguaje que trajeron los periodos de posguerra, el auge de los medios masivos de comunicación y las revoluciones tecnológicas han llevado al arte a realizarse frecuentes cuestionamientos sobre su propósito y la manera en que comunica. La búsqueda en el teatro y el arribo de lo no verbal se da por una necesidad de buscar una identidad propia, más allá de la literatura y de lo tangible. Así, el uso del silencio en el teatro guarda relación, sobretodo, con lo místico.
Si al teatro moderno y contemporáneo ya no se le relaciona con una utilidad ritual, en el sentido que se le daba en la antigüedad, el arte teatral sigue buscando el vínculo con lo absoluto a través del silencio. Por otro lado, se topa ya no con el deseo, sino con la inevitabilidad del silencio ante fenómenos de la actualidad que se relacionan con el silencio por la “imposibilidad de comunicar” ya sea por situaciones de represión o angustia.
Luís Alberto Melo, de la compañía brasileña Dos à Deux, presenta entre su repertorio un monólogo – totalmente silente – titulado Ausência. La puesta en escena sigue la vida de un hombre, aparentemente el último, que sobrevive en una Nueva York pos-apocalíptica, radioactiva y escasa de agua, acompañado únicamente por un pez. El momento auge de la obra sucede cuando, para sobrevivir, el hombre tiene que disponer del agua de su mascota, lanzando después un grito mudo que parecería más estridente que cualquier grito común.
La estética y los recursos de los que se vale Ausência, me recuerdan también a una propuesta de teatro local, el unipersonal Trash de Teatro Columna Cuatro. Estrenado el año pasado, presenta a otro personaje perturbado y solitario, que, si bien no es mudo y en ocasiones habla demasiado, destella, justamente, en los silencios. Ramona, interpretada por Victoria López, habla a través de la angustia de todo lo que no es dicho y son justamente los momentos en los que calla los que más resuenan, quizás porque son una invitación a contemplar el simple y doloroso patetismo en el que podemos caer los seres humanos.
En montajes como los anteriores, el uso del silencio funciona a diferentes niveles, mostrando cuan imprescindible éste es para la comunicación. El silencio que el creador de Ausência se auto impone lleva a una interpretación totalmente basada en lo gestual-corporal, acentuando además el sentimiento melancólico de soledad que se pretende transmitir. En el caso de Trash, se trata más bien de respiros entre monólogos, pero que potencian lo que el personaje nunca se atreve a decir alto y claro: la profunda soledad que le embarga.
El silencio de lo que no puede ser pronunciado, ese que se refleja en el cuerpo, no es un recurso nuevo; es, de hecho, el mismo recurso que usaba Chejov en sus obras, pero llevado al extremo. La importancia de lo no dicho es lo que destella en escena, pero ahora puesto de manifiesto en un cuerpo que se dilata y contorsiona como síntoma de la imposibilidad – o inutilidad – del habla. El silencio aquí comunica igual o más ruidosamente que el lenguaje, ya veremos como también el silencio puede radicalizarse hasta intentar desafiar al mensaje...