Mayúscula imprudencia
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“Al que me insulta le pego, y al que me pega lo mato”. La frase es atribuida a Salvador Díaz Mirón, poeta capaz lo mismo de grandes ternuras que de terribles violencias. Esta columna trata hoy de insultos, por lo cual me disculpo desde ahora con mis cuatro lectores. Los años, enemigos cada vez más sañosos, me han enseñado que lo mejor que se puede hacer con un insulto es no contestarlo. Digo eso a pesar de que en mis tiempos de cantina –los tuve, y borrascosos- me inventé una linda respuesta para aquellos que me recordaban la mamá. Me decían: “Ve a chingar a tu madre”. Les contestaba yo: “Y tú ve a chingar a tu padre, si es que puedes averiguar quién es”. Ahora pienso, como dije ut supra, que los insultos no se deben contestar, y menos cuando no es posible contestarlos. En una divertida película de Chevy Chase llega él a su casa llevando un enorme, desmesurado pino de Navidad. Un vecino suyo, yuppie arrogante y presuntuoso, estaba con su esposa en el jardín, y le pregunta, burlón, a Chevy: “¿Dónde vas a meter ese tronco?”. Replica él: “Agáchate y te lo mostraré”. El yuppie se indigna: “Vaya descaro el que tienes al hablarme en esa forma”. Le dice Chevy: “No te estoy hablando a ti”. López Obrador incurrió en mayúscula imprudencia cuando dio a conocer un soez mensaje que recibió de un sujeto cuyo nombre seguramente es falso. Al hacer eso le dio al tal mensaje una difusión que el remitente jamás llegó a soñar, y además puso en predicamento a su señora. Nunca la esposa de un Presidente había sido expuesta en esa forma a una injuria así. ¡Y en este caso fue su propio marido quien la expuso! Quizás eso se debió a que AMLO gusta de presentarse como víctima –el Presidente más atacado en la historia-, pero al propalar aquella burda ofensa no se midió, y puso a su señora en el centro mismo del escándalo. Con eso faltó tanto a lo que pide la política como a lo que exige la caballerosidad. Alguien debería decirle a López Obrador que es necesario pensar dos veces las cosas ante de no decirlas... Hermosa era la mujer, y vestía solamente un vaporoso negligé. Por eso se asombró Picio, hombre nada agraciado, cuando la bella fémina asomó a su balcón del segundo piso y lo llamó: “Pst pst”. Volvió la vista el feo tipo y la señora le dijo en voz baja: “Suba a mi departamento. Es el 2 B”. A grandes trancos subió Picio la escalera. La señora lo introdujo al depa y sin más lo llevó a una alcoba. Ahí estaba un chiquillo enfurruñado. Le habló la mujer al tiempo que le mostraba a Picio: “¿Lo ves? Te dije que si seguías portándote mal iba a venir el coco”... Alguien escribió que cuando veía a dos mujeres besarse en la mejilla al saludarse pensaba en los boxeadores, que chocan los guantes antes de comenzar la pelea. En una mesa de café estaban Dulciflor y Rosibel. Llegó un galán en el que ambas tenían puesto el ojo y se sentó con ellas. En el curso de la conversación le dijo a Rosibel: “Qué linda es tu sonrisa. Tienes una dentadura perfecta”. De inmediato Dulciflor le sugirió a su querida amiga: “Sácate la dentadura, Rosi, para que pueda verla mejor”... La vecina de don Betabelo coincidió con él en el elevador del edificio. Le dijo: “Perdóneme, don Beta, pero trae usted un supositorio en la oreja”. “Gracias por decírmelo, vecina –respondió el añoso señor-. Ahora ya sé dónde dejé mi aparato auditivo”... Noche de bodas. Antes de proceder a la consumación del matrimonio el desposado tomó por los hombros a su flamante esposa y le preguntó solemne: “Dime, mujer. ¿Cuántos hombres ha habido en tu vida?”. “Caramba –respondió ella-. De haber sabido que me ibas a hacer esa pregunta le habría pedido a mi contador que llevara la cuenta”... FIN.