Migración y desplazamiento forzado: Cuando se abandona la tierra natal

Opinión
/ 11 junio 2024

Abandonamos el valle. Es el nombre que da título al capítulo 15 de la autobiografía de Malala Yousafzai, Premio Nobel de la Paz a sus 17 años en 2014. En este capítulo, Malala cuenta como lo más duro de su vida el abandonar el valle en que nació. El Valle de Swat. “Recordaba el tapa (pareado de la poesía popular pashtún) que mi abuela solía recitar: ‘Ningún pashtún abandona su tierra gustosamente. Se marcha por la pobreza o se marcha por amor’. Ahora veíamos que nos estaba expulsando una tercera razón que el autor de aquel tapa no había imaginado: los talibanes”.

Malala subió a la azotea poco antes de la marcha y contempló las montañas, el monte Elum, “con la cima cubierta de nieve, donde Alejandro Magno había tocado Júpiter. Miré los árboles, que estaban reverdeciendo. El fruto del melocotonero lo comería otra persona ese año. Todo estaba en silencio, un silencio sepulcral; no se oía ni el viento, ni siquiera el canto de los pájaros”.

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Los hermanos menores de Malala sufrieron por tener que abandonar dos pollos, que tenían como mascotas. Malala sufrió porque en el último momento tampoco le permitieron llevar sus libros y hubo de dejarlos en la maleta en que los había empacado. En ambos casos, atrás se quedaba lo suyo, lo que los hacía pertenecer al lugar que se veían obligados a abandonar.

El destierro, reflexiona en una entrevista el escritor y psicólogo Gabriel Rolón, era el peor de los castigos entre los griegos. “Qué cosa peor puede haber, dice, que habitar un mundo donde nadie habla tu idioma, donde a nadie le importa nada de vos, nadie sabe quién eres vos”. Y enseguida recuerda la película “Made en Argentina” (1987).

En ella se cuenta la historia de dos matrimonios. Una de las parejas expulsada por la dictadura se marcha a Estados Unidos; la otra permanece en Argentina. Al término de la dictadura, regresan los exiliados. La mujer, de nombre Mabel y hermana de “El Negro”, propone en una cena que se vayan él y su cuñada para el norte. El hermano, entusiasmado acepta, pero su esposa, “la Yoli”, tajante, se niega.

“Tengo el taller mecánico que no existe; vendo esta casa y ya me voy. Ella ya me consiguió trabajo...”. Su cuñado Osvaldo, el desterrado, pero enamorado de Argentina, le dice a Mabel: “¿Cómo les haces esto? ¿Estás loca?”. Ella contesta que los van a llevar para vivir mejor.

Se suscita una discusión, y entonces “la Yoli”, que permaneció en Argentina, dice: “Te vas a ir tú solo. Yo vivo acá, y no pudo mi papá, no pude yo, podrá mi hija o podrá mi nieta, pero alguien va a ser feliz acá. Porque yo soy de acá”. Y asegura a su esposo que acá al quemarse el taller mecánico todo el barrio se acercó con una jarra de agua; allá no será nadie.

Gabriel Rolón concluye que los cuatro personajes tienen razón. Si se observa a cada uno, todos lo manejan como pueden. Toda decisión tiene un costo, y cada persona paga el costo para vivir su vida.

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La vida coloca en situaciones como las dos abordadas aquí, y en esta época la grande movilidad nos lleva a todas estas mismas reflexiones. Los inmigrantes, los desterrados, los que buscan otras oportunidades en diferentes países. Rolón puntualiza: “Uno debe estar donde siente que puede ser lo que quiere ser: a veces es allá lejos, a veces es más pobre, pero cerca”.

Nos toca entender la fragilidad de la vida, pero la fortaleza de la vida. Nos toca entender el nuevo mundo de movilidades, y el mundo en que los desterrados por la pobreza y la violencia buscan oportunidades que no están en su país.

Nos toca enfrentar el costo de las decisiones.

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