Parentescos insospechados

Cuando el presidente Porfirio Díaz eligió la cultura francesa como suya a modo de guía de progreso y modernidad, obedeció a una secreta admiración por el imperio maximilianista. Lo supongo, basándome en el proyecto económico de Maximiliano de Habsburgo para México: sus esfuerzos por modernizar el país, estabilizar la economía y generar condiciones que favorecieran su régimen imperial. Max se planteó ampliar las líneas ferroviarias, las carreteras, puentes y caminos; estabilizar lo fiscal, aumentar la recaudación de impuestos, reducir la deuda externa; fomentar la industria textil y minera e incentivar la producción agrícola mediante el fortalecimiento a los grandes terratenientes. Casualmente lo mismo que impulsó Díaz en sus 35 años de administración.
Los valses de Johann Strauss hijo, tan bien vistos y mejor bailados en la corte de Maximiliano & Carlota, se volvieron indispensables tanto para la aristocracia porfirista, que los tenía fresquitos en las partituras de Ricardo Castro (1864-1907), Ernesto Elorduy (1853-1913), y Felipe Villanueva (1862-1893), como para los menos afortunados, para quienes componía extraordinariamente bien Juventino Rosas (1827-1869), Macedonio Alcalá (1831-1869) o Abundio Martínez (1874-1914).
Además, los teatros porfiristas fueron tomados por un público demandante de las operetas de Franz von Suppé (casualmente uno de los compositores favoritos del presidente Díaz), como antes, en el Imperio la niña mimada del Emperador lo había sido El ruiseñor mexicano, Ángela Peralta, Angelica di voce e di nome, como le decían en Italia. Se sabe que Maximiliano se trajo a la Peralta (1845-1883) de regreso a México, para cantar en el Teatro Imperial Mexicano, donde la nombró, faltaba más, “Cantante de cámara del imperio.” Si el emperador Agustín de Iturbide tuvo su orquesta de la Capilla Imperial, en el mismísimo Palacio Imperial, dirigida por José Mariano Elízaga, a la sazón maestro de la emperatriz Ana María Huarte, por qué Maximiliano no habría de tener su “Cantante de cámara.” Queda pendiente hablar de la importancia de Mariano Elizaga, quien, entre muchas otras aportaciones, fundó la primera imprenta musical en México, y el primer Conservatorio de América.
Oficialmente Díaz se abstuvo de nombramientos imperiales, no así de dar rienda suelta a sus gustos por el vals, la ópera, y la opereta, las mazurcas y las polkas. Por ello envió a Europa a sus músicos allegados: María Garfias (1849-1918), Gustavo Ernesto Campa (1863-1934), Ricardo Castro, Julián Carrillo (1875-1965), entre otros pocos más. Ernesto Elorduy Medina no fue enviado por el Presidente al Viejo Mundo, pero viajó por su cuenta, donde permaneció 20 años, estudiando música, gracias a la afortunada tristeza de una temprana orfandad y una cuantiosa herencia recibida. Sin demérito de los mencionados, a Díaz le faltó el buen tino de becar a Manuel M. Ponce, piedra de toque de la música mexicana nacionalista. Ponce se fue por su cuenta. En 1904 vendió su piano ¿Wagner?, completando con algún dinerillo que le dio su hermano fray Antonio. Ponce. No es que me guste el chisme, pero su religioso hermano era ministro del templo de San Diego, en Aguascalientes, a donde llevó a Manuel María, para que cantara en el coro de niños. Cuando Manuelito dominó el solfeo ascendió a ayudante de organista y luego a organista titular.
Cada uno de los músicos becados estudió, aprendió todo lo que pudo, y regresó a México provisto con un sonoro cargamento de conocimientos musicales. Aquí configuraron un rico abanico de valses, chotisis, mazurcas, con lo que cimentaron, por una parte, la llamada Música Porfirista de salón. Es la intermedia entre la música de concierto y la música popular, para escucharse en el salón familiar porfirista; por otra parte, el Romanticismo mexicano, fuente de tantos nocturnos, impromptus, preludios, fantasías... aprendidos a los Románticos Liszt (1811-1886), Clara Schumann (1819-1896), Bizet (1838-1875), y así.
Por cierto, el Teatro Colón, el más francés de los teatros porfiristas, se estrenó en 1909 con Carmen, (1875) del francés Georges Bizet. Incluye la famosa L’amour est un oiseau rebelle, o Habanera, traslación sin crédito, de El arreglito, del español Sebastián Iradier, autor de la pieza fundadora del género Habanera: La paloma, (1863), canción preferida de Carlota de Habsburgo, y popularizada por la soprano mexicana Conchita Méndez, de quien, muy seguramente Bizet la escuchó.