El poeta no está a salvo. Salvemos la memoria de Manuel Acuña
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Insisto: ¿Dejaremos que el tiempo acabe con el mármol de Manuel Acuña, uno de los más preciados de la estatuaria mexicana? Las acciones emprendidas hace unos meses por el alcalde Manolo Jiménez no son suficientes. La limpieza y el tratamiento aplicados al “Ángel de Acuña” merecen un aplauso, cierto, pero constituyen tan sólo el primer paso para salvaguardar el monumento al poeta saltillense.
Los héroes y los poetas muertos permanecen quietos en sus santuarios, las estatuas levantadas a su memoria. A excepción, quizá, de los héroes de piedra que José Martí hace bajar del zoclo en su poema “Claustros de mármol”. Al contarles el poeta de su patria oprimida por la guerra, tiemblan los hombres de piedra y derraman una lágrima antes de saltar del zoclo blandiendo la espada desenvainada. Nuestro poeta persevera en el claustro de mármol donde reposa en bella interpretación simbólica de su oficio y su corta vida, cegada por él mismo a los 24 años. Acuña permanece de pie en su monumento, abrazado por la Victoria alada que señala hacia la gloria mientras la poesía yace derrotada a sus pies. Nadie sabe si de los ojos de piedra del poeta alguna vez brota una lágrima, o si tiemblan sus labios de piedra en clara súplica de que le den un sitio cerrado para protegerlo de los vientos, las lluvias, el esmog y las palomas.
Un siglo y veinte años lleva a la intemperie el monumento a Acuña, considerado una de las obras escultóricas más representativas de México y una de las mejores del escultor Contreras. De los 120 años, ha pasado alrededor de 60, divididos en dos tiempos, habitando la plaza que lleva su nombre. De ahí que sea parte indiscutible del paisaje urbano, y hasta sus pies lleguen, hoy como ayer, los músicos callejeros a interpretar su versión del “Nocturno a Rosario”, el poema más popular de Manuel Acuña, entre otras piezas del repertorio de Los Alegres de Terán y Lorenzo de Monteclaro. El paisaje urbano debe modificarse con las exigencias del tiempo y, de retirarse el monumento de ese sitio, no cambiaría el nombre de la plaza Acuña ni los músicos callejeros dejarían de cantar ahí el “Nocturno a Rosario”.
Es imperativo buscarle al hermoso conjunto escultórico un sitio para su conservación. Incluso, si fuese necesario, invocando la sombra viajera que ha marcado su destino. Jesús F. Contreras, su autor, hizo primero la escultura en bronce del general Ignacio Zaragoza que se encuentra en la Alameda, y en 1897 firmó con el gobierno de Coahuila un nuevo contrato para realizar la de Manuel Acuña, que sería entregada en 1900. Concluida la obra por el escultor, o quizás a punto de terminarla, fue trasladada bajo los auspicios del gobierno de Porfirio Díaz a la ciudad de París, donde se encontraba Contreras esculpiendo los frisos del enorme pabellón de México para la Exposición Universal de 1900, y se instaló en el patio central. A su regreso del viejo continente, la obra permaneció varios años en la Ciudad de México con la intención de don Porfirio de colocarla frente al edificio del Teatro Nacional, entonces en construcción. La revolución echó abajo los planes del gobernante.
No se sabe con exactitud cuándo fue traída la escultura a Saltillo. La inscripción en el mármol negro en que se asienta: “Gobierno Provisional/ Mayo 5/ 1916”, hace pensar que don Venustiano Carranza, entonces presidente de la República, y Gustavo Espinosa Mireles, gobernador de Coahuila, la hicieron traer y la colocaron en la plaza Acuña. En 1953 se le cambió a la Alameda Zaragoza, frente al Lago República, donde la humedad empezó a corroerle las entrañas, hasta que en 1999 fue devuelta a la plaza. La contaminación, la acidez de la lluvia y el guano de las palomas dañan irreversiblemente la escultura de inmenso valor artístico y patrimonial para Saltillo y el País entero.
El mármol es breve, lo dijo Borges. Yo me pregunto, ¿seremos nosotros los que dejemos destruir el que guarda la memoria del poeta saltillense?