En un 3 por 3
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Los miembros de nuestra clase política tienen varias y significativas características. Su aparentemente inagotable capacidad para decepcionar a los ciudadanos acaso sea la más relevante de ellas.
En la semana lo volvieron a hacer. Salieron de sus respectivos cubiles con una decisión tomada y fueron eficaces en implementarla: votaron la creación de un presunto “sistema anticorrupción” en cuya eficacia resulta difícil creer porque nuestros legisladores —y legisladoras— se cuidaron bien de limarle los dientes antes de expedirle el certificado de nacimiento.
Por omisión los menos, por acción los más, la mayoría de quienes presuntamente nos representan en las dos cámaras del Congreso de la Unión concertaron acciones para eliminar el factor clave de la denominada “Ley 3 de 3”: la obligatoriedad de hacer públicas, de forma íntegra, las declaraciones patrimonial, fiscal y de intereses de los servidores públicos.
El reproche hacia quienes, con su voto o su abstención —acaso deliberada esta última—, evitaron la existencia de tal obligatoriedad, en el paquete legislativo con el cual se ha creado el “sistema anticorrupción” del país, es tan simple como contundente: el anzuelo según el cual todo mundo votó a favor del combate decidido a la corrupción resulta imposible de tragar.
Los integrantes del Senado y la Cámara de Diputados, cuyo voto rasuró de la iniciativa ciudadana tal elemento, exponen en su defensa un argumento ramplón: votaron a favor de la publicidad de las referidas declaraciones pues decidieron crear un “comité ciudadano” responsable de diseñar los formatos de las mismas y decidir cuáles segmentos de éstas deben ser públicos.
La parte relevante de la discusión, sin embargo, no está en el diseño de los formatos ni en definir cuál información contenida en estos tenemos derecho a conocer los ciudadanos y cuál no. El punto medular de la discusión son los efectos de tal decisión.
Existe una brecha enorme —más o menos de la tierra a la luna— entre poner a disposición de todos los ciudadanos, de forma íntegra, las declaraciones patrimonial, de intereses y fiscal de los servidores públicos y darle a un comité —así sea un comité “ciudadano”— la facultad de decidir hasta dónde tenemos derecho a mirar los mandantes de tales servidores.
Y existe una enorme diferencia por una razón sencilla y fácil de explicar: la biografía del servicio público mexicano está plagada de historias de escándalo relativas a individuos a quienes la diosa fortuna ha sonreído de oreja a oreja apenas ingresar a la nómina gubernamental.
Los casos de repentina prosperidad y envidiable éxito económico de individuos cuyo ingreso al servicio público se dio en condiciones humildes, pero su salida está marcada por la opulencia, se cuentan por miles. Los ciudadanos no solamente los hemos atestiguado largamente, sino también denunciado.
Y ahí es donde está el problema: tras las denuncias, contadas igualmente por miles, no ha pasado absolutamente nada. Salvo casos aislados —y muy menores, debe decirse— la corrupción, como práctica endémica en el servicio público mexicano, goza de cabal salud.
La impunidad, de cuyo cobijo goza la corrupción, es realmente el problema de fondo en esta historia. La corrupción goza de cabal salud porque quienes debieran investigarla, perseguirla y castigarla han decidido históricamente convertirse en cómplices de la misma renunciando a sus obligaciones legales… con absoluta impunidad también.
Por eso, los dientes arrebatados a la iniciativa “3 de 3” constituyen todo el núcleo de la discusión posterior a la aprobación de las leyes del “sistema anticorrupción” en el Senado y la Cámara de Diputados: porque nadie tenía —ni tiene ahora— esperanza alguna fincada en la actuación de quienes integran la clase política nacional.
Hacer públicas por regla, y de forma íntegra, las declaraciones patrimonial, de intereses y fiscal de los servidores públicos habría implicado colocar una herramienta eficaz —para el combate a la corrupción— en las manos del único grupo capaz de hacer algo tangible en contra de ésta: los ciudadanos.
No faltará quien califique lo dicho líneas arriba como un exceso retórico, pues para combatir cualquier mal de forma realmente eficaz, se dirá, es indispensable la existencia de instituciones públicas sólidas. Y teóricamente tendrá razón quien así argumente… pero sólo teóricamente.
El argumento para afianzar tal afirmación es muy sencillo: para combatir la corrupción y poner en jaque a los corruptos no hacen falta -nunca han hecho falta- nuevas leyes, sino sólo voluntad política. Las reglas existentes bastan y sobran para investigar a quien, desde una posición en el servicio público, se enriquece de forma ilegal. Si tal no se hace es porque no se tiene vocación de honestidad. Punto.
Por ello, haberle quitado los dientes a la iniciativa “3 de 3” constituye un agravio para la sociedad. Quienes hicieron de oficiosos dentistas no lograrán convencer a nadie de sus buenas intenciones y más tarde o más temprano deberán enfrentar el juicio de los ciudadanos… y de los votantes.
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3