La Noche del Maestro
COMPARTIR
TEMAS
¿Conservarán aún esa costumbre los muchachos de la actual Facultad de Derecho de la Universidad? La tuvimos quienes estudiamos en la antigua Escuela de Leyes, la que fundó y sostuvo el licenciado Francisco García Cárdenas, don Pancho... Hablo de la costumbre de llevar serenata a nuestros profesores el Día del Maestro.
No sé de ninguna otra institución cuyos alumnos hicieran eso mismo. Nosotros sentíamos veneración por aquellos sapientes catedráticos. Algunos -la verdad sea dicha- no eran tan catedráticos, pero a todos los mirábamos con afecto y gratitud, y para todos teníamos una serenata.
Nos juntábamos al atardecer del 14 en alguna cantina. Entre copa y copa se ataba la vida. Salíamos a la calle, pasada ya la media noche, cuando empezaba el día 15, del Maestro. Siempre había alguien que tenía guitarra, y siempre había muchos que cantaban. Empezábamos las serenatas. Las impartíamos por riguroso orden jerárquico, pues tal era la costumbre del plantel: también el señor Bandala, secretario de la institución, distribuía jerárquicamente entre los profesores, conforme a su antigüedad y rango, los frutos del desmedrado árbol de chabacano que crecía en el patio de la escuela.
La primera serenata, naturalmente, pertenecía a don Pancho. Él era el patriarca. Era, para decirlo con más justeza, el padre. Lo mirábamos con respeto, casi con adoración. Tenía una honda calidad humana que todavía me conmueve al recordarla. Era su figura la de un prócer romano, y también sus virtudes. Pero no era hombre reseco, y jamás los quebrantos de su cuerpo le pusieron amargura en el espíritu. Su risa era jovial -eso viene de Jove-; amaba el juego del beisbol; contaba desaforadas anécdotas de su juventud... Para él era la primera serenata, en su casa del pequeño callejón que llamábamos “del Instituto Madero”.
La segunda era para el licenciado Antonio Guerra y Castellanos. Vivía él por Aldama, entre Obregón y Xicoténcatl. Don Antonio gustaba mucho de la música. En sus años mozos tuvo trato con aquellas famosas tiples de los desbaratados años veintes: la Conesa, la Rivas Cacho, la Montalbán... Y sabía de música don Antonio. Dos estudiantes suyos tocaban el violín, el uno con mucha técnica, pero sin sentimiento; el otro desmañadamente, pero con gran sensibilidad. Comentó una vez don Antonio al escucharlos:
-¡Ah, si Fulano sintiera lo que toca! ¡Ah, si Mengano tocara lo que siente!
La tercera serenata era para don Margarito Arizpe. Su casa estaba en la calle de Victoria, una amplia casona con jardín interior donde florecía una magnolia. Era poeta el licenciado Arizpe; escribía sonetos de rara perfección. Enseñaba la materia de Contratos -¡contratos, un poeta!-, y hablaba sin quitarse de la boca el sempiterno cigarrillo que colgaba de sus labios. Seguían después los demás queridos profesores, hasta terminar con el más joven, que en mis tiempos era el licenciado Antonio Flores Melo, excelentísimo maestro de Penal.
Todos nos invitaban a entrar su casa, y nos ofrecían una copita o dos, de brandy siempre. Cuando el sol alumbraba nosotros andábamos ya muy alumbrados.
Al paso de los años me tocó a mí recibir esas serenatas. La vida -que también es maestra- me ha enseñado que el que da siempre recibe.