Paradojas

Politicón
/ 13 agosto 2016
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Un viejo chiste, relativo a los usos y costumbres de la política mexicana, relata la historia del alcalde de un pueblo —mexicano, of course— a quien un compadre le recrimina, un día cualquiera, el estar invirtiendo recursos en la remodelación de las celdas de la prisión, en lugar de hacerlo en mejorar las condiciones de la escuela local.

La respuesta del munícipe es de una simpleza casi elegante, si no fuera por el tufo despótico, perceptible a kilómetros de distancia: a la escuela, explica el alcalde a su compadre, no van a volver nunca… Pero cualquier día podrían terminar con sus huesos en la cárcel.

La historia provoca hilaridad, desde luego, fundamentalmente porque retrata bien la idea de una paradoja, según la acepción de dicha palabra contenida en el diccionario de la Real Academia: “hecho o expresión aparentemente contrarios a la lógica”.

En efecto, el razonamiento de este alcalde ficticio —aparentemente ficticio sería probablemente una expresión más adecuada— parece contrario a la lógica, pero sólo en primera instancia, pues basta analizar la realidad, sobre todo la de nuestros días, para darnos cuenta del acierto contenido en ella. Y para constatarlo ahí está el caso más reciente, el del exgobernador Rodrigo Medina, quien acaba de ser vinculado a proceso por un juez penal.

La moraleja del chiste es bastante simple: al menos por conveniencia, los gobernantes de nuestros pueblos —y en esa expresión cabe toda América Latina— deberían hacer ciertas cosas para garantizar la existencia de derechos mínimos para todos, es decir, para limitar el despotismo con el cual se ejerce el poder público.

En la semana se ha registrado un ejemplo apoteósico en torno a esta reflexión: la solicitud presentada a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por parte de un grupo de legisladores del brasileño Partido del Trabajo, para  requerirle el dictado de medidas cautelares a favor de la suspendida presidenta de ese país, Dilma Rousseff, medidas con las cuales buscan frenar el proceso de  impeachment en su contra.

Nada tiene de raro —en el terreno estrictamente jurídico— la solicitud elevada al organismo regional de protección de los derechos humanos. Dilma Rousseff, como cualquier otra persona residente en el continente Americano, tiene derecho a demandar la acción del mecanismo en su favor.

La paradoja se encuentra —como suele ocurrir en este mundo— en el terreno político y, de no ser por su vena trágica, el caso podría calificarse como uno de carácter cómico.

La historia previa comienza el 1 de abril de 2011, cuando el mismo órgano al cual hoy han acudido los abogados de la Presidenta en desgracia, emitió medidas cautelares a favor de las comunidades indígenas de la cuenca del Río Xingu, en la región de Pará, demandando a Brasil la suspensión de las obras de construcción de la gran represa de Belo Monte, tras valorar la posibilidad de afectación a los derechos humanos de dichas comunidades.

Las medidas cautelares dictadas por la CIDH en aquella ocasión se basan en la misma lógica con la cual los defensores de Rousseff han acudido hoy a la Comisión Interamericana: evitar consecuencias de irreparable consumación y dar oportunidad a un análisis más detenido a los elementos del caso.

La diferencia paradójica de ambos ejemplos está determinada por las circunstancias y por el involucramiento, como figura central, de la misma persona en las dos historias: la hija predilecta de Lula.

En 2011, Dilma recién había sido electa Presidenta y se encontraba, como diría un clásico jarocho, “en la plenitud del pinche poder”. Por ello, frente a las medidas cautelares dictadas por la CIDH ordenó a su canciller ofrecer una respuesta “a la altura” al sistema interamericano de protección de derechos humanos.

La directriz de la señora Rousseff se tradujo en un señalamiento puntual por parte del Gobierno brasileño: las medidas cautelares dictadas por la Comisión Interamericana fueron “precipitadas e injustificables”, razón por la cual el gigante sudamericano decidió retirar a su embajador de la Organización de Estados Americanos y dejar de pagar las cuotas con las cuales ayudaba al sostenimiento del sistema interamericano de derechos humanos.

Hace unos meses, la CIDH habló en público sobre la crisis financiera padecida por dicho organismo y reveló cómo, si no conseguía dinero pronto, debería despedir al 40 por ciento de su plantilla de personal. Una parte de esa crisis se debe a la reacción de la presidenta Rousseff ante las medidas cautelares dictadas por la Comisión en el caso Belo Monte.

Ninguna influencia debe tener en la decisión del organismo este hecho, por supuesto: si el caso de la presidenta Rousseff merece medidas cautelares deben otorgarse a su favor.

El episodio sólo sirve para ilustrar cómo los mandatarios latinoamericanos deberían apostarle, así sea sólo por conveniencia personal, al fortalecimiento de la CIDH y no al revés.

¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3
 

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