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En una pequeña y hermosa librería de Point Reyes, en la costa norte de California, di con “La Vida Secreta de los Árboles”, de Peter Wohlleben. Mi marido, mi hija y yo nos dirigíamos al Parque Nacional de las Secuoyas, y yo quería algún libro que nos preparara para esos bosques milenarios. Los libreros me sacaron una pila de libros cuando les pregunté, de esa manera ambigua que delata ignorancia, si tenían libros “sobre bosques, o árboles, o incluso hojas”.
Fui leyendo “La Vida Secreta de los Árboles” en voz alta, mientras conducíamos por los caminos del interior de California. Habíamos desistido de la famosa Highway 1 –que bordea la costa sobre dramáticos barrancos pedregosos que rematan en ese azul tan contundente del Pacífico– tras un hilarante ataque de pánico en combo (hilarante en retrospectiva). A media curva, el vacío abriéndose frente a nosotros como una carcajada irónica, tuvimos que estacionar el coche a un lado, porque a mí me da miedo manejar y a mi marido le dan vértigo los abismos: para un roto, un descosido. Esperamos ahí hasta que pasó un guardabosques, esos maravillosos ñoños vestidos de niños, de miradas diáfanas y corazón tan zen. Le rogamos que nos guiara de vuelta a tierra firme. Creo que accedió sólo porque nuestra hija había decidido pasar el viaje entero ataviada con un disfraz de unicornio: ¿y desde cuándo un guardabosques no ha ayudado a una persona disfrazada de unicornio?
Wohlleben es también guardabosques y en “La Vida Secreta de los Árboles” describe fenómenos que cambiaron para siempre mi forma de entender un árbol. Cuenta, por ejemplo, que los árboles de un bosque están conectados por medio de las raíces –como dendritas en una red neuronal– y que a través de éstas se mandan señales eléctricas, sincronizan la velocidad de la fotosíntesis, ayudan a los miembros enfermos de su comunidad canalizando minerales, y se avisan cuando un predador los está atacando. No así los árboles de los bosques artificiales –plantados para ser talados–, cuyas raíces nunca desarrollan conexiones y se comportan de manera “antisocial”. (Imposible no hacer el paralelo con las redes sociales: ese vasto bosque artificial de árboles solitarios).
El libro de Wohlleben es a la vez una gran prosopopeya de los árboles, y una inversión de los términos de esa prosopopeya, que obliga a reflexionar –vía los árboles– sobre nuestras formas de organización social. A riesgo de sonar como ñoña vestida de niña, postulo que los bosques de secuoyas son el único antídoto al bosque artificial que los yuppies bien peinados y anfetaminados de Silicon Valley nos impusieron como red social. Señor, señora: borre sus apps y váyase al bosque.