También por el pie de Cunningham

Politicón
/ 20 mayo 2018
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Ya se sabe que la memoria es sólo a medias gobernable, y cualquier detalle convoca recuerdos desterrados hacía décadas. En el momento en que supe que la Final de la Copa de Europa de este año, el próximo sábado, iba a ser Real Madrid-Liverpool, me he visto transportado a 1981, que es cuando se disputó el mismo partido, con el mismo título en juego, en el Parque de los Príncipes parisino. Si lo tengo grabado no es porque esa fuera una de las tres finales perdidas por el Madrid, de las 15 a que ha llegado (serán 16 ahora). Las derrotas dejan tanta huella como las victorias, si no más, de igual manera que duran más las tristezas que las alegrías, los fracasos que los éxitos, las ofensas que los halagos. Es, sobre todo, porque en los preliminares, si no me equivoco, hice la única entrevista de mi vida, y por eso me sentí aún más involucrado y concernido. A título muy personal, además de como madridista.

Tenía por entonces una novia estadounidense que llevaba años viviendo en Madrid. Había sido trapecista del circo Ringling Brothers en su país, y ahora ejercía de modelo y empezaba a hacerlo también de fotógrafa. La verdad es que no teníamos mucho que ver. Era una de esas personas que no le ven sentido a estarse quietas, por lo general condición indispensable para leer libros. También era bastante calamitosa en la vida cotidiana: siendo bondadosa y encantadora, atraía los problemas como un imán (y algún desastre de vez en cuando). Yo procuraba ayudarla a salir de ellos, en la medida de mis posibilidades. Vivía con una gata blanca contagiada del carácter de su dueña, y por su culpa (de la gata) estuve a punto de perder mi amistad con don Álvaro Pombo. Pero esa es otra historia. Aquel verano CB (esas eran y son sus iniciales) lo iba a pasar en su ciudad natal, Seattle, y se le ocurrió hacer en España una serie de entrevistas con personajes de aquí que se pudieran ofrecer y vender allí. Apenas había entonces españoles conocidos en los Estados Unidos. Creo que consiguió un encuentro con Antonio Gades, y, aunque nuestro futbol no es popular en América, le sugerí probar con el extremo del Real Madrid Laurie Cunningham. Si el equipo se coronaba campeón y Cunningham destacaba… Cunningham fue el segundo futbolista negro en jugar para la selección inglesa a cualquier nivel, y el primer británico que el Madrid había fichado en toda su historia. Ese tipo de detalles podrían hacerlo atractivo en los Estados Unidos. Pero CB no entendía nada de futbol, así que pueden imaginarse a quién le tocaba hablar con el gran e intermitente extremo izquierda. No tengo ni idea de cómo, logré contactar con él y me citó, me parece, en el gimnasio en que se recuperaba de una lesión que lo había tenido de baja bastante tiempo. Al menos tenía todo el rato un pie descalzo; me suena que lo habían operado de la rotura de un dedo. Grabé sus declaraciones en inglés (como casi todos los jugadores británicos –véanse hoy Bale y antes Beckham–, era incapaz de aprender lenguas), luego las transcribí y se las entregué a CB, que ya partía en breve. Cunningham dejó, sobre todo, una actuación espectacular en el Camp Nou, que lo ovacionó pese a haber marcado un gol o dos y haber traído de cabeza a la defensa blaugrana. No fue tan memorable su participación en aquella Final, en la que saltó al campo con Camacho, Del Bosque, Stielike, Santillana, Juanito y unos cuantos más con menos poso.

Así que el Madrid-Liverpool lo vi deseando no sólo que el Madrid ganara, como he deseado siempre salvo en alguna ocasión con Mourinho al frente, sino que Cunningham triunfara a lo grande, por él y por mi novia, que en ese caso quizá podría vender la entrevista. No fue así. En el minuto 82 el Liverpool sacó de banda (¡de banda!), un defensa nuestro se despistó y el lateral izquierdo Alan Kennedy metió el gol único y definitivo, uno de los poquísimos de su carrera. El Madrid era el perdedor. Cunningham brilló a ratos, pero andaba mermado. En 1983 o quizá 1984 el club lo dejó ir, y en 1989, a los 33 años, se mató en un accidente de coche en Madrid, adonde había vuelto para jugar en Segunda con el Rayo Vallecano.

Llevo aguardando el resarcimiento de aquella derrota aciaga desde 1981, me doy cuenta ahora con sorpresa. Lo más probable es que ningún futbolista actual del Madrid sepa quién fue Cunningham, ni siquiera Zidane seguramente. Pero tengo el pálpito –es puro deseo– de que el próximo sábado ganarán su tercera Final consecutiva, impulsados por otros motivos. Pero, si así sucede, yo se lo agradeceré doblemente, porque no podré evitar pensar en el pobre Laurie Cunningham, que me cayó bien, que no tuvo suerte con las lesiones y además murió muy joven dejando viuda y un hijo españoles. Y me acordaré vagamente de la mañana en que lo entrevisté en un gimnasio con su pie descalzo, para ayudar a la novia de entonces, algo calamitosa y encantadora.

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