Somos pobres, gracias a Dios

Opinión
/ 24 enero 2024

Cuando don Rafael Guízar y Valencia se hizo cargo de la diócesis de Veracruz se encontró con que su episcopado no poseía más bienes que una modesta casa humildemente amueblada y unos cuantos libros. “¡Caramba! -exclamó lleno de júbilo-. ¡Somos pobres, gracias a Dios!’’.

El obispo Guízar tenía un hermano rico llamado Prudencio. Cuando éste se enteró de que Rafael había sido preconizado obispo, le compró una rica cruz pectoral y se la envió como regalo. Don Rafael la entregó para que con el producto de su venta se adquiriesen víveres destinados a los damnificados del terremoto de Orizaba. Prudencio compró otro pectoral más rico aún, y le pidió que lo usara.

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-Mira, Prudencio -le respondió el obispo-. No quiero traer colgado en el pescuezo algo que vale más que yo. Lo que cueste esa joya dámelo en dinero para mis pobres.

Monseñor Guízar supo bien pronto que presidía una diócesis sin sacerdotes. El obispo Pagaza era ferviente admirador de España, y de ese país hizo venir a muchos padres para que lo ayudaran. La persecución carrancista los expulsó a todos por su calidad de extranjeros, y Veracruz quedó casi sin curas. Dijo don Rafael a sus feligreses:

-A un obispo le puede faltar catedral, báculo y mitra, pero no seminario.

Y se aplicó a fundar uno. Apenas un año tenía de existencia cuando Adalberto Tejeda se lo mandó cerrar.

-Entonces el seminario de Veracruz estará en la Ciudad de México -decretó el empecinado obispo.

Fue a la capital y descubrió que la hacienda de Coapa estaba abandonada. Consiguió que el dueño se la alquilara en bajo precio, y ahí llevó a sus seminaristas. Corría el año de 1924. La hostilidad contra la Iglesia Católica estaba de moda entre los políticos, que llevaban su inquina hasta los extremos del absurdo. En Toluca el gobernador emitió un decreto por el cual prohibió -bajo pena de cárcel- que los fieles ayunaran. En San Luis Potosí se declaró fuera de la ley el sacramento de la confesión: los católicos sólo podían confesarse en artículo de muerte, y eso en presencia de un empleado del Gobierno.

El obispo Guízar no se arredraba por eso, y seguía trabajando. Dividía su tiempo entre el cuidado de su diócesis, su seminario en la Capital y sus misiones. Lo que más le gustaba aparte de oficiar misa -”La misa es el sol de mis mañanas’’, solía decir- era predicar. A oírlo iban hasta aquellos que andaban alejados de la religión. A cierto personaje le preguntaba un amigo:

-¿Por qué siempre vas a escuchar los sermones del obispo Guízar?

Respondía el interrogado:

-Porque ese hombre sí cree en lo que dice.

La teología de don Rafael era una teología amable. Escribió:

“... Nunca atemorizo a las almas amenazándolas con la condenación. Por el contrario, les inspiro una confianza filial en la misericordia divina. Nomás se condena el que quiere, suelo decir con frecuencia. Una vez vino a verme un hombre que dudaba de su salvación. Yo le dije: ‘¿Crees que Dios es un capataz que sólo sirve para aplicar castigos?’...’’.

Rafael Guízar y Valencia fue hecho santo por el Papa Benedicto XVI. Su historia es la historia de un hombre que en la fidelidad a su ministerio encontró el camino de la santidad.

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