Tiempo de secas
Coahuila ha padecido cíclicamente los efectos de la sequía a lo largo de su historia, igual que el País entero. En el México antiguo ya ocurrían severas sequías. Las crónicas dicen que en 1450 “llovía fuego, se perdían las cosechas y bajaba el nivel de la laguna”. Diego Durán, en su “Historia de las Indias de la Nueva España e islas de Tierra firme”, señala que viendo el rey la mortandad que había les dio licencia a sus súbditos para que salieran del reino a buscar qué comer, y que salieron muchos que nunca más volvieron.
Hace unos años había que cubrir una serie de requisitos para pedir una ayuda emergente al Gobierno Federal, pero existía un programa de ayuda en casos de desastre, y la sequía lo es. Hoy, con la supresión de esos programas por la 4T, es imposible. Quizás tengamos que volver a los métodos acostumbrados antaño por los pueblos para atraer la lluvia. Hace medio siglo, cuando los recursos escaseaban, había otros medios para tratar de evitar esas situaciones que afectaban la cuestión agrícola y ganadera, y la vida misma de las comunidades, cuya supervivencia dependía de las cosechas y el abasto de carne en la región. En tiempos de secas, como la que estamos pasando en Saltillo, los matachines bailaban sus danzas durante días y noches enteros frente al Ojo de Agua en el que se cree se fundó la ciudad. En las rancherías aledañas así como en la ciudad, sacaban las imágenes religiosas del santo patrono o el santo de la devoción de la comunidad, y en procesión por las calles y los sembradíos, la gente, llena de fervor, imploraba al cielo la lluvia con rezos y cánticos. Cuando no bastaba con eso, las autoridades se veían en la necesidad de buscar otros medios para hacer caer el agua y mantener la vida en las poblaciones.
Don Roberto Orozco Melo, de gratos recuerdos y autor de un interesante anecdotario de políticos coahuilenses, “De Carne y Huesos”, documenta en su libro que en 1954 el gobernador Román Cepeda, consternado por la desesperación de la gente ante la escasez de agua, mandó a buscar a un tal profesor Udave, quien mediante un buen pago había hecho llover en otros estados con un dudoso ritual. Cuenta don Roberto que don Federico Berrueto Ramón, maestro y consejero del gobernador, le dijo que eso no era lógico ni científico, que cómo podía creer en esas tonterías y pagarle a un loco para que hiciera llover. La respuesta que le dio don Román a su maestro hace estremecer: “Tiene razón, maestro, pero al ver lo que sufre nuestra gente, ¿cree usted que tenemos derecho a quitarle la esperanza, lo único que es verdaderamente suyo?”. Ese año, lo que no pudo hacer la danza de los matachines ni los ruegos desesperados de la gente, lo hizo el extraño ritual que el loco realizó en una noche de luna en cuarto creciente. Al amanecer del día siguiente empezó a caer una llovizna que pronto se convirtió en aguacero.
Aunque ahora se sabe que la sequía es un fenómeno cíclico, la ausencia de lluvias provoca conflictos de orden social, económico y político, que a su vez pueden ser detonadores de otros problemas ya existentes. Así lo atestigua en la literatura la famosa novela “Las Uvas de la Ira”, de John Steinbeck, ambientada en la época de la gran crisis económica de Estados Unidos después del crack de 1929, cuyo tema es la justicia y la dignidad humana ante las circunstancias de los pequeños agricultores, que fueron obligados a emigrar a California en busca de mejores condiciones de vida.
Entre las rondas que cantábamos de niños, repetíamos la dedicada al santo patrono de Arteaga, y cantábamos así, no sé si correctamente: “San Isidro labrador, quita el agua y pon el sol”. Quizás ahora es tiempo de cantarle a san Isidro, sólo que invirtiendo la tonadilla que cantábamos al patrón de los agricultores cuando la lluvia nos impedía jugar, y pedirle que nos traiga el agua y quite el sol, para calmar la sed de nuestra tierra y nuestro pueblo.