Tortillas de mujer; relato entre Guadalajara y Tepic
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El camino entre Guadalajara y Tepic es un bello camino. Los campos de agave, las barrancas y quiebros por donde alguna vez anduvieron los cristeros dejan paso a una vegetación de trópico. A esa vegetación se le llama “lujuriosa”, a menos que pertenezcas a alguna asociación religiosa, pues entonces le debes decir “exuberante”.
Lo primero que notas al ir saliendo de Guadalajara es la abundancia de moteles de paso, establecimientos que ahora se nombran “de corta estancia” o “de pago por evento”. Si Cervantes viviera aplaudiría su existencia como aplaudió en su tiempo la de celestinas o alcahuetas. Con el buen sentido que lo caracterizaba dijo que esas señoras eran “necesarias en toda república bien concertada”. Y tenía razón. En el caso de los moteles de pasada, si no existieran esos beneméritos alojamientos ¿a dónde irían muchas señoras casadas que dijeron a sus maridos que iban al súper? Tendrían que ir de veras al súper, con el consecuente gasto, o dedicar el tiempo a otras actividades, como por ejemplo el juego, pasión insana cuyos peligros Dostoievski describió con mucho acierto en su novela “El jugador”.
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La carretera que va a Tepic pasa por Tequila, ciudad que dio su nombre a la célebre bebida de moda ahora en todo el mundo. Tengo un amigo que en los restaurantes pide invariablemente un tequila como aperitivo.
-¿De cuál le traigo? −le pregunta el mesero.
-Del mejor que tengas −demanda mi amigo con voz grandilocuente−. Que sepa el cuerpo que no lo trae cualquier pendejo.
Hay otro pueblo de alburero nombre: se llama Jala. Y hay un tercero que se llama Ixtlán. Ahí debe haber sucedido seguramente algún acontecimiento histórico importante, pues el nombre se presta para eso: Batalla de Ixtlán, Plan de Ixtlán, Abrazo de Ixtlán, algo así. No sé cuál acontecimiento habrá sido ése, pero algo tiene que haber pasado ahí, pues si no ese sonoro nombre se desperdiciaría.
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Debemos llegar por fuerza a Magdalena. Es una pequeña villa oculta −si no te fijas bien la pasas, como a la felicidad− entre altas sierras que esconden sus tesoros. Y tesoros ofrece Magdalena: opulentos ópalos, sinuosos ónices, granates de color grana como las granadas; toda suerte de piedras que llaman, quién sabe por qué, “semipreciosas”, siendo que cada una es preciosa y medio. El valor de lo que sale de las minas no debería ser fijado por los financieros, sino por los poetas. Ellos harían que el lapislázuli, con ese azul tan bello, valiera más que el oro y su amarillo. El jade y su verde misterioso costarían más que la plata, cuyo color es blanco y frío.
Pero lo mejor de Magdalena no son sus ópalos ni sus granates. Lo mejor es un restaurante que se llama “La Lupita”. Ahí probé un jocoque como el que hacía mamá Lata en jarritos de barro que dejaba sobre la estufa en la cocina, y comí unas tortillas de mujer −o sea hechas a mano− que ni sal necesitan para ser el manjar que son, paradisíaco. Desde ahora, cuando me digan que alguien está hecho “una Magdalena” no pensaré en ese sujeto o sujeta inundados en lágrimas, sino sonrientes, coronados de piedras rutilantes, en la siniestra mano un vaso de albísimo jocoque −allá dicen “jocoqui”− y en la diestra una tortilla de mujer.
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