Si como lo menea lo bate...
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Este doctor Cadena era de por acá, de tierras de Coahuila. No sé cómo fue a dar a Sonora. Yo, que soy de Saltillo, no sé cómo vine a dar a Saltillo. La vida tiene sorpresas aun antes de empezar. También la muerte tiene sorpresas. Habrá que esperarlas.
Sonora está muy lejos. No tan lejos como China, claro, pero tampoco tan cerca como, digamos, San Antonio de las Alazanas. Eso de las distancias es muy relativo. Bien vistas las cosas, en este mundo todo está tras lomita. Quién sabe en el otro. Ya veremos.
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Suele decir mi tía Lola:
-Armandito: con el avión ya no hay distancias.
Igual decía mi tío Lelo hace muchos años:
-Armandito: con el autobús ya no hay distancias.
Y es que él venía a Saltillo en carreta de bueyes, por el camino del Cuatro, y tardaba dos días en llegar desde su rancho hasta acá.
Eso nos enseña que todo es relativo. Menos lo relativo, que es absoluto.
El doctor Cadena se avecindó en Hermosillo, y ahí se hizo de fama. Mereció la frase consagrada con la cual los médicos son consagrados:
-Es una eminencia.
El doctor Cadena era en verdad una eminencia. Siempre daba a sus pacientes, a más del adecuado fármaco, y sin cargo extra, alguna sabia admonición.
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En cierta ocasión acudió a su consultorio un muchachillo adolescente que andaba caminando con las patas abiertas. Quiero decir que había adquirido una enfermedad venérea. Fue a una casa desafinada, o sea de mala nota, y tuvo trato con una mujer poco salubre que le contagió su mal. Eso pasaba con frecuencia; era casi como un bautizo de la juventud. Pido disculpas por la comparación. A lo mejor falté al respeto al primer sacramento, el del bautismo, pero me dejé llevar por antigua costumbre. No sé por qué los trances eróticos eran nombrados siempre con términos sacados de la religión. Cuando un compañero tenía su primera experiencia sexual, generalmente en un burdel, decíamos al mencionar la hazaña:
-Ya hizo la primera comunión.
Irreverencia de la cual ni siquiera nos dábamos cuenta. Pero volvamos al relato. El pobre muchacho de mi historia traía una purgación. No nos alarme ese nombre tan feo. En aquel tiempo las enfermedades venéreas no mataban, como antes y como ahora. La sífilis ayer, el sida hoy. ¡Qué feo! Yo pertenezco a una feliz generación: cuando la sífilis nosotros todavía no; cuando el sida nosotros ya no. Pudimos, pues, darle vuelo a la hilacha sin temor a las consecuencias. Las peores se curaban con unos cuantos millones de unidades de la penicilina descubierta por el sabio doctor Fleming. Los hombres de mi camada debemos añadir esa bienaventuranza a la canción que dice “Gracias a la vida, que me ha dado tanto...”.
Se presentó, pues, con mucha vergüenza el muchachillo con el doctor Cadena, pues era el médico de su familia, y le dijo que le dolía mucho “la pipí”.
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Examinó el doctor Cadena la parte dolorida y le preguntó a su apenado visitante si sabía por qué le pasaba eso. El mozalbete se puso muy colorado y respondió que no.
-A veces esto pasa por tomar el chocolate demasiado caliente −explicó el facultativo.
-¡Es cierto, doctor! −exclamó el adolescente feliz porque el doctor no había adivinado la verdadera causa de su mal−. ¡Ahora recuerdo que hace días me tomé una taza de chocolate casi hirviendo!
-Ahí estuvo el mal −dictaminó el doctor−. Voy a ponerte una inyección. Con eso te vas a aliviar. Pero la próxima vez que tomes chocolate, tómatelo con condón.