Un horizonte esmeralda con brillos de sol
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En el otoño de Bradomín
Ni árido ni gris, ni triste ni melancólico. Es un paisaje poblado de verdes por dondequiera que se mire.
Han sido las lluvias y en este camino rumbo a Monclova dejaron impronta de su presencia. Hay algún encharcamiento por aquí, otro por allá, y destacan los arroyos plateados desbordantes y joviales.
Las plantas prometieron verdor con tantas aguas y he aquí los resultados. Qué bello se encuentra el escenario. Las montañas se han poblado de una pelusa verde esmeralda que es posible distinguir a la distancia, muy a lo lejos, en un horizonte que junta el cielo con la tierra.
Una maravilla la cadena montañosa que forma La Muralla. La consistencia, la fuerza, el poderío de su piedra se ha rendido ante la lluvia. La mirada está puesta en ella: en cómo la supervivencia, en cómo el paso de los años, en cómo las vidas que la han transitado y cruzado; en cómo esas entrañables vidas ya no están para emocionarse con lo imponente de sus formas; en cómo el tránsito nos tocará a todos.
Y ahí, como en la pieza de la Puerta de Alcalá, ahí está. A su vera, el automovilista que se detiene a observar, a mirar con detenimiento cómo han crecido las hierbas, y recordando las líneas de una joven de 17 años en la novela de “Fahrenheit 451”:
“A veces pienso”, confiesa Clarisse al protagonista, Guy Montag, a propósito de los coches que retropropulsados bajan a toda velocidad las calles, “que sus conductores no saben cómo es la hierba, ni las flores, porque nunca las miran con detenimiento. Si le mostrase a uno de ellos una borrosa mancha verde, diría: ‘Oh, sí, es hierba’. ¿Una mancha de color rosado? ‘Es una rosaleda’”.
Han transcurrido más de ochenta años de esa novela futurista. Y el hombre, a ratos sí, a ratos no, se entretiene en mirar con detenimiento lo que hay a los lados del camino. En este de Monclova, las productivas lluvias han hecho crecer de forma espléndida las albardas. Ah, esa belleza de planta del semidesierto, hermosa hasta en el nombre, ninguna igual a la otra, que levantan sus espigas al cielo en único juego de movimientos.
La escritora Margarita González de la Garza, nacida en 1924, dedicó una bella poesía a la albarda, donde enlaza la leyenda con la historia. Une la figura de fray Juan de Larios a la delicada planta, teniendo como telón de fondo la evangelización en el norte.
Aquí, algunas líneas del delicado poema titulado “Leyenda de la Albarda”.
En torno a la existencia de la albarda
en tierras de Coahuila,
he soñado que existe esta leyenda,
esta bella leyenda, entretejida
con la fibra de palma de la historia
con el hilo de luz de la poesía.
Margarita evoca los tiempos en que los nómadas corrían libres por el continente americano. Había, refiere el poema: “cíbolo y venado / y frutillas silvestres y semillas / y palmas y nopales y magueyes”, pero albarda, no.
Albarda sí que no había. Era el siglo 17, y un franciscano pasó: fray Juan de Larios, y al posar “su planta leve, una albarda nació, tierna y endeble”.
Cada paso de fray Juan de Larios se convirtió en una albarda, cuenta la leyenda, multiplicándose por todo el paisaje.
Estas albardas cubren ahora el camino de Saltillo a Monclova, y uno no hace sino experimentar ternura de ver cómo se encuentran en pleno florecimiento. Imaginar los pasos que cuenta la leyenda en tantas y tantas de ellas tendidas en el campo.
Y dice más el poema de Margarita: Si llega el momento en que follajes y flores se marchitasen, quedará “el cercado gris, macizo y firme, seguro de la fuerza de su urdimbre, esperando la nueva primavera para darse otra vez como una ofrenda de verdor, de frescura, de fragancia...”.
Ahora, por lo pronto, la albarda en su verde más floreciente, dando al horizonte manchón esmeralda con brillos de sol.