Un personaje olvidado; el teatro en Saltillo
Llegó este hombre a Saltillo al comenzar los años cincuenta del pasado siglo. Venía precedido de gran fama, pues había salido en una película española que alcanzó mucha popularidad, cuyo nombre era “En un burro tres baturros”. Su actuación en ese filme no fue de partiquino o extra: él era uno de los tres baturros. De los otros dos ya no me acuerdo, pero eran actores conocidos.
Se llamaba Jorge Mairós y era originario de la Madre Patria. Tenía un recio acento castellano que él mismo cuidaba de exagerar aún más. Pertenecía a la vieja escuela del teatro, aquella de don Fernando Díaz de Mendoza, magnílocua y declamatoria. En nuestra ciudad tuvo mucho auge dicha escuela, quizá porque no había otra. Los más antiguos aficionados al teatro recordaban aún a don Benito Goríbar, que en escena no decía, por ejemplo: “Está muerta” sino: “Está muéreta”.
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Nunca he sabido por qué llegó Mairós aquí. Entiendo que alguien lo invitó a hacer teatro católico. Tradicionalmente las religiones han tenido miedo del teatro, quizá porque saben que el teatro es otra religión. Los escritores católicos −el Padre Coloma y Fernán Caballero, verbi gratia− ponen al teatro y al baile entre los grandes enemigos del alma, segura ocasión de irse al infierno. Pero sucede que a la gente le gustaba el teatro en la misma forma que ahora le gusta la televisión. Y seguía yendo al teatro pese a todas las prohibiciones y a todos los anatemas fulminados desde el púlpito. Díjose entonces la Iglesia con esa sabiduría milenaria que siempre ha tenido, al menos desde que cumplió mil años: “Si no los puedes vencer, úneteles”. Y empezó ella misma a hacer teatro. De ahí dramaturgos como Paul Claudel en Francia y don José María Pemán entre los españoles.
Creo que aquí se había representado ya el formidable drama de D’Annunzio intitulado “La Antorcha Escondida”, historia de amores desgarrados, flagrantes adulterios, crímenes espantosos y suicidios. Quizá se alarmó la jerarquía por el rumbo que la escena tomaba localmente y quiso equilibrar la situación con otra “propuesta”, como se dice ahora en el argot del arte. O a lo mejor Mairós había encontrado una buena veta para explotarla en la provincia, y por sí mismo vino a Saltillo como lugar propicio para ofrecer su mercancía. El caso es que una mañana quienes andábamos en la farándula nos desayunamos con la noticia de que un famoso actor y director teatral había llegado de España directamente acá y se disponía a montar −así se decía: “montar”− una obra.
La pieza era de Pemán y se llamaba “El Divino Impaciente”. No era la primera vez que se hacía teatro católico en nuestra ciudad. Periódicamente nos visitaba Elisamaría de Monterrey −con ese nombre se presentaba doña Elisa María Ortiz, de la vecina ciudad, que entonces estaba retelejos− y nos ofrecía alguna de esas llamadas “altas comedias”, con la actuación de su sobrino Rubén González Garza, un excelente actor, pilar del teatro regiomontano. Rubén hacía casi siempre el papel de sacerdote en obras como “La Herida Luminosa” y otras del mismo jaez. Esas obras tenían mucho éxito, pues contaban siempre con el Nihil obstat o permiso del señor Obispo, cuya autorización era necesaria en aquellos tiempos para muchos actos de la vida cotidiana.
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Localmente se había hecho también teatro católico. En la historia del teatro saltillense debe figurar el nombre de una dama ejemplar que hoy nadie recuerda, doña Emma Fernández de Rodríguez. Ella era una devota católica que fundó una asociación de jóvenes con el sonoro nombre de “Guardia de Honor del Santísimo Sacramento”. La sede de la agrupación estaba casi frente a mi casa, por la calle de General Cepeda, entre De la Fuente y Escobedo. Para atraer a los muchachos y llevarlos a la devoción a Jesús Sacramentado doña Emma hacía teatro. Que yo recuerde, montó dos obras. Una se llamaba “El Juramento del Caudillo Huronés”, y trataba de la obra de evangelización realizada por la Compañía de Jesús entre los pieles rojas del Canadá; la otra era “El Condenado por Desconfiado”, espeso drama teológico de Tirso de Molina. Ambas producciones subieron al palco escénico −otra frase de entonces− en el salón de actos anexo al templo de San Juan Nepomuceno. No sé si exista todavía dicho teatro; en aquellos años tenía una gran actividad, pues los jesuitas promovían mucho la obra cultural.
(Continuará)
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