Conozco a los dos / Y te acordarás de mí
COMPARTIR
Cierto día llegó un amigo a la casa de Pablo Valdés Hernández, en el centro de la ciudad de México.
-Ven −le dijo−. Quiero que veas algo.
TE PUEDE INTERESAR: El principio de Saltillo
En el automóvil del amigo fueron los dos a la Colonia Juárez, que era en aquellos años −los cuarenta− una de las más elegantes de la capital. Detuvo su coche el amigo de Pablo frente a una residencia y le mostró un letrero que había en la ventana:
Solicito cocinera. Pago buen sueldo. Requisito: que no cante “Conozco a los dos”.
Pablo Valdés Hernández es el autor de “Conozco a los dos”, con aquella su frase final y lapidaria: “... Qué más da que la gente nos diga: conozco a los dos”. Esa frase no la entendía el director artístico de Discos Peerless, y le pidió a Pablo que se la quitara. Él se negó.
TE PUEDE INTERESAR: Estas son las mañanitas... ¡Felicidades, Saltillo!
También es de Pablo la inmortal canción “Sentencia”. La compuso una madrugada, después de una tremenda farra. Una vez me contó él:
-Llegué a la casa donde me asistía. El piano estaba en la primera planta; mi cuarto, en el segundo piso. Nomás de ver la escalera me volví a marear, hermanito. ¿Y ‘ora qué hago? Me serví otro vaso de mezcal, que era lo que tomaba, por barato. El de marca “El Sarapito” era mi mero amor. Y me puse a escribir lo primero que se me ocurrió. “Te acordarás de mí toda la vida...”. Esa fue la primera frase. Las siguientes ya se vinieron solas. Luego me fui al piano y le puse la música. Me salió a la primera. Y al último le hice la introducción, ésa que siempre se toca, sea cual sea la versión de “Sentencia”. Entonces me serví otro vaso de mezcal. Cuando me lo estaba tomando me dio miedo de que la canción se me fuera a olvidar, porque no sabía escribir música, nunca aprendí. Volví a tocar la pieza. En eso alguien llamó a la puerta. Fui a abrir y era Estela Carbajal, una cantante entonces muy de moda, hasta películas hizo. Venía de trabajar y me dijo: “Pablito, ¿no tienes una copa?”. La invité a pasar y le serví de lo mismo que yo estaba tomando, mezcal. Jamás tomé otra cosa, ni cerveza. Le dije: “Estela, acabo de componer una canción, y te la voy a cantar”. Y le canté “Sentencia”. Cuando terminé me volví para preguntarle qué le había parecido. Estaba llorando. “Pablo −me dijo−, esa canción va a vivir muchos años después de que tú te hayas muerto”.
Pablo Valdés Hernández nació en Piedras Negras el primer día de febrero de 1913. Fue el hijo mayor del muy fecundo matrimonio que formaron el señor licenciado don Pablo Valdés Espinoza, coahuilense nativo de Morelos, y doña María de Jesús Hernández Barrera, originaria de Guerrero, también en Coahuila. Después de Pablo llegaron diez hermanos más: César, Alberto, Carlos, Mario, Federico, Gloria, María de Jesús, Eva María, Consuelo y Virgilio.
TE PUEDE INTERESAR: ‘Los saltillenses nacemos donde nos da la gana’: Tres personajes de la ciudad que no nacieron aquí
Don Pablo era hombre austero, que por querer lo mejor para sus hijos les impuso siempre normas rigurosas. Fue magistrado judicial y funcionario público. Con don Arnulfo González ocupó el cargo de secretario general de Gobierno. Doña María de Jesús era dulce, inteligente y dueña de una amenísima conversación que salpicaba con gracejos que hacían reír a quien la escuchaba. Ninguno de los dos esposos, sin embargo, tenía aficiones musicales. Por eso se sorprendieron mucho cuando a Pablito, cumplidos los cuatro años, le dio por formar una orquesta con los muchachillos de su barrio: golpeando tinas, baños de hojalata y hasta bacinicas hacían una música del demonio dirigida con toda solemnidad por Pablo.
Por necesidades del trabajo de don Pablo, el matrimonio Valdés Hernández vino a Saltillo. En el templo de San Juan Nepomuceno hizo Pablito su primera comunión. Vivía con sus padres en la calle de Allende número 50. En un cumpleaños de su esposa el licenciado Valdés le obsequió a doña Chita un piano. Mientras los invitados a la fiesta admiraban el precioso instrumento Pablito se sentó en el banquillo y de buenas a primeras tocó “La Cucaracha”. Tenía 9 años.
-Pablo −dijo su madre al licenciado−, este hijo nuestro va a ser músico.
-Ni lo mande Dios, Chita −se asustó don Pablo−. Se muere de hambre.
Cuando me contó eso, Pablo añadió:
-Todo eso eran los preliminares de lo que traía en mi corazón.