Una historia no contada... hasta ahora
Como soy el único sobreviviente de aquella mesa, puedo ahora, después de 40 años
Les platico:
Como soy el único sobreviviente de aquella mesa, puedo ahora -después de 40 años- contar un secreto que revelamos en esa ocasión, mi tío René y éste, su irreverente servidor. ¡Arre!
Era la boda de René, quien después de un noviazgo de 25 años con Olivia, finalmente se casó... pero no con ella, sino con Rosalba, y para ponerle sal a la herida, en menos de 6 meses.
En esta vida todo es pasajero, menos la muerte
Fueron Olivia y René, testimonio viviente de que en esta vida todo es pasajero, hasta el amor, aunque dure un cuarto de siglo.
En aquella mesa estábamos René y Rosalba; mi abuela, la exalcaldesa a quien han conocido en mis artículos; mi otro tío Ramiro y su esposa Esthela; mis papás; mi hermano menor Willy y yo.
Todos ya murieron.
No menciono aquí el cliché gastado y mamón de que pasaron a mejor vida, porque nadie quiere dejar ésta, aunque duela y apachurre, aunque sea injusta, aunque sea bien cabrona, nadie se quiere morir.
Pertinente antecedente
Tenía otro tío.
De los 10 hijos que tuvieron mis abuelos, solo 4 sobrevivieron a la edad adulta:
Ramiro el mayor, René, mi papá Roberto y Rogelio el más chico, de quien ahora les platico:
Era abogado y quería que yo lo fuera también, porque entre él y mi abuela se turnaron con mis papás para educarme.
Es que éramos 7 los hijos de Gloria y Roberto, y yo el mayor.
Ya sé, ya sé, quienes no me quieren -que son muchos- dirán “pues así que digas que te educaron muy bien... mmm.”
Rogelio fue quien me llevó a conocer el mar.
Ancas de rana, bocatto di cardinale
Bueno, a mis 7 años confundí al mar con la Presa Falcón, a donde íbamos a cazar ranas.
Es todo un arte, porque tiene que ser de noche y en los pantanos.
Para meterle más dificultad al asunto, los cazadores de este batracio solo pueden alumbrarse con lámparas de carburo y aceite, cuya pantalla se coloca en la frente y la mochilita con ese mineral y el fluido debe cargarse al cinto, y créanme, pesan diamadre.
La luz de las típicas baterías de pilas ahuyenta a las ranas.
En cambio, las de carburo las apendejan.
Sus ancas son bocatto di cardinale, por eso, donde las preparan como para que se las coman los cardenales de la Iglesia, sale carísimo el platillo.
Un día que regresábamos de la Presa Falcón tuvimos que meternos a la troca porque se desató un diluvio de los que ya quisieran Samuel García y sus bombarderos de nubes.
La ropa mojada se nos secó en el cuerpo y mi tío Rogelio estaba saliendo de una “gripe mal cuidada”.
Se nos puso muy mal en el camino y a duras penas alcanzamos a llegar con él a Monterrey.
Lo internaron en el hospital. Ahí pescó una neumonía y a los tres días “pasó a mejor vida”. Perdón, murió.
Tenía apenas 35 años y dejó huérfanos a dos pequeñitos y a una mujer a quien no volví a ver en mi vida: mi ex tía Juanita, que se refugió con sus papás en Ciudad Acuña, donde ellos vivían.
La herencia de Rogelio
Me enseñó a pescar y a cazar a la alta escuela.
Me regaló un rifle, una pistola calibre .22 y mi kit completo de pescador: caña, sedal, señuelos, carnadas y anzuelos.
La noticia de su muerte me la dio René de la manera más brutal:
Una tarde estaba escuchando todo triste yo en mi tocadiscos portátil “I´ve Been Hurt”, de Bill Deal and the Rhondels.
Era 1969, el día inaugural del legendario concierto de Woodstock, y acaba de sufrir mi primera decepción amorosa.
Fue el año en que esa pieza causó furor en Estados Unidos.
En esas estaba cuando de improviso, René me ordenó:
“Apaga esa música. Se acaba de morir Rogelio”
Me golpeó tanto ese suceso, que no fui a su funeral.
No quería ver muerto a quien tanta vida me había dado.
Por la misma razón, tampoco fui al de mi abuela Lupe, que murió de tristeza justo al año de la partida de Rogelio, porque lo amaba con pasión y locura.
Mi duelo fue tal, que enterré literalmente en el traspatio de mi casa, el rifle y mi kit completo de pesca.
Por alguna razón desconocida, la pistola no; me quedé con ella.
¿Se te fue el tiro?
René quiso suplir la ausencia de Rogelio y me invitaba a pescar muy seguido, pero como ya no tenía mi kit de pesca, no iba.
Un día quiso que fuéramos a cazar conejos y como mi calibre .22 se había librado del entierro, le dije que sí.
Estando él y yo solos en la troca, de pronto saqué mi pistola, le apunté a la panza y disparé.
Casi chocamos del frenón bruto que dio.
La bala de tan bajo calibre lo rozó y fue a atravesar la portezuela de su lado.
Todo pálido me dijo, sin muestra alguna de encabronamiento:
- ¿Se te fue el tiro?
Y yo le respondí:
- No.
- ¿No sabías que estaba cargada?
Y yo le respondí:
- Sí, sí sabía.
Aquel día fue mi último como cazador.
René me confiscó la pistola sin mediar palabra y yo ni las manos metí.
Nunca más volvió a invitarme a cazar.
No se tocó ese tema hasta 15 años después, cuando estábamos a la mesa con el resto de mi familia, el día de su boda.
La confesión de aquel suceso corrió por mi cuenta y “los mariachis callaron”.
A algunos se les atrancó el bocado, pero nadie dijo una sola palabra.
Cajón de sastre:
“El silencio no mata y por lo que veo, hay pistolas que tampoco”, detona la irreverente de mi Gaby, quien toma vuelo con destino a su búnker de San Antonio, ya ven que ahora los búnker se pusieron en boga con eso de la guerra entre Hamás e Israel.
Encuesta Vanguardia
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