Colores prohibidos
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TEMAS
El escándalo nacional en el que ya se ha convertido la reciente sanción del ayuntamiento en con-tra de una ciudadana del centro de de la capital coahuilense (según nota del Semanario Proceso) debido a la violación de “la fracción 382 del Reglamento de Desarrollo Urbano y Construcciones del Municipio de Saltillo, por pintar un mural con colores no autorizados”, da pie para reflexionar en torno a las percepciones sobre el Espacio público y las presuntas atribuciones y límites de los actores en juego.
Abuso y omisión
No es un secreto para nadie. El espacio público en nuestro país es un terreno de ambigüedades y extralimitaciones, baste salir al centro de cualquier pequeña ciudad: basura, contaminación audi-tiva, reglamentos ignorados, factores casi siempre estructurados en torno al interés privado y dispuestos contra el uso público de sus habitantes.
Y ya no se hable del espacio y su inhabitabilidad y su inviabilidad: el uso de los colores se ha vuel-to un asunto de criterios ideológicos. Recuerdo cuando hace décadas, como diseñador editorial para libros en alguna serie del entonces Icocult, había una consigna primordial: “Como diseñador de la serie y sus portadas tienes libertad absoluta, sólo una única prohibición: no puedes usar el azul” (el color del entonces partido de oposición).
El tema no terminó ahí: la presunta alternancia democrática nos acostumbró como ciudadanos a ver cómo cada cambio de administración municipal, la ciudad toda era marcada como una res: un año todos los edificios públicos –sobre todo los de asistencia social- de color azul, para tres años después, volvían a tatuarse de tricolor: los emblemas de la ciudad, las entradas principales, sus parques, centros comunitarios y jardines.
La apropiación ideológica de un territorio vía el color tomó tintes cómicos: incluso reglamentos internacionales de seguridad en torno a pasos a desnivel y distribuidores viales fueron omitidos para que un puente tuviera su base color rojo, y en la parte superior no los amarillos obligatorios, sino verdes: magnánimos puentes tricolores.
El arte como maquillaje de la precarización
Pasó el tiempo, luego llegaron las hordas bienpensantes. Colectivos que pensaban que se podía salvar al mundo y sus animales mediante murales mal dibujados en blanco y negro. O administra-ciones que se propusieron “hermosear los barrios” y el centro histórico por medio de “arte mu-ral”, sin preguntarle a nadie, mediante una imposición de imágenes aleatorias –hechas muchas veces por colectivos foráneos- sin tomar en cuenta su context o pertinencia; incluso, sin remozar en en lo mínimo las fachadas de barrios tradicionales –a la manera de los experimentos como los tradicionales barrios argentinos. También hay que decirlo: en estas tentativas hubo trabajos muy notables. Sobre todo en el Sector del Águila de Oro. Murales que celebraban a sus habitantes y a sus personajes. Pero otra vez ¿Quién decidía quién y por qué? Por ejemplo, la reciente adminis-tración del IMCS encargó murales dedicados a personajes foráneos como el actor José Elías Moreno y no hay obras dedicados a entrañables personajes saltillenses como Manuel Acuña, Otilio González, Adrián Rodríguez o Toño La Bola. Otra vez, el asunto de los temas del espacio público, no es el qué, sino el quién y desde dónde se decide qué.
¿O el tema de lo pintoresco siempre debe estar simplificado a lo popular?
¿Se pintarían y se permitirían proyectos semejantes –sobre las fachadas de casas habitación- en zonas digamos como El Morillo, así como las que se pintaron en el Águila de Oro? ¿Por qué en unas partes sí y en otras partes no? ¿Quién lo define? ¿La política? ¿La plusvalía?
Lo cierto es que en el Centro quedó alguna pieza notable, varias ya cayéndose a pedazos y otras, de plano desastrosas en su factura y su tema.
Discurso y espacio público
El tema ahora es mayor: no sólo se trata de discurso, protesta, o como se argumenta la interpre-tación de la ley (No recuerdo un caso de este tipo ni un tema de justicia tan rápida y expedita, como no lo tuvo el tema del reciente siniestro en Casa Alameda).
Lo que se sabe: a finales de diciembre un colectivo que se hace llamar Nueva constituyente, ase-sorado por el Estudio Cerdo de Babel, de la mano del gestor cultural Sergio Castillo, y con la ejecución formal por parte de la artista Daniela Elidet (quien curiosamente ha realizado muchísi-mos proyectos del mismo tipo para el Ayuntamiento de Saltillo) decidieron utilizar la fachada del domicilio de una de sus integrantes para homenajear a tres coahuilenses víctimas del feminicidio. Todo bien hasta ahí. Al parecer, la fachada forma parte de una propiedad privada. Pero la ejecución de una obra de tal discurso, al estar hacia la calle, es también de carácter público.
Hasta donde se sabe, también, es la primera pieza de este tipo en todo el estado, dedicado al feminicidio, un tema urgentísimo.
Sin embargo se -y esto de primera mano, me lo mencionó alguien que vive muy cerca- que para muchos vecinos no era agradable asomarse por las mañanas y ver desde su ventana un mensaje visual de un tema tan fuerte. Y no por falta de empatía, sino, por que, otra vez: ¿De quién es el espacio público? ¿Dónde termina mi libertad de emitir un discurso de cualquier tipo en dicho espacio? ¿Preguntaron a todos? ¿Estuvieron, o estarían todos los implicados de común acuerdo?
Una cosa más que no se ha señalado: ¿Un tema tan delicado, tan terrible como el del feminicido, necesitaba ser acompañado, firmado con la marca de un bar que lo patrocinó?
¿No sería esto una forma insensible de lucro?
Hacia una política del color
Lo que parece una revancha política contra un grupo de activistas sociales contrarios a la ad-minsitración municipal, insisto, plantea más preguntas que nos conciernen a todos.
¿Cuál es la posición de sus gestores principales y curadores, así como de su autora, que ha pinta-do muchos otros murales para el gobierno municipal? ¿Cuándo sí es permitido un mural y cuándo no?
¿Por qué el gobierno no ha sancionado tantos y tantos negocios –en el centro histórico y más allá- de colores estridentes, francamente lesivos a cualquier consideración de índole estética?
¿Por qué no se tasó de la misma manera proyectos, por ejemplo, como el del Mercado Juárez, donde hay piezas francamente horrendas?
Y finalmente ¿llegaremos a un punto del control gubernamental sobre nuestras vidas y espacios, donde tengamos que pedir el parecer a un gobierno sobre un tema tan subjetivo, tan personal, emocional –y yo diría metafísico- como el color?