Fuimos un cuento

Artes
/ 20 abril 2021

Para Armando Pérez

A lo largo de la historia el romanticismo ha sostenido la más extensa batalla contra el predominio de la razón. Su espada e impulso provienen de una certeza: no es la razón, sino la imaginación la que prevalece en el momento de comprender y sopesar los asuntos humanos. La imaginación se abre camino si encuentra un lenguaje cómplice y expresivo para así extenderse e inventar realidades, razones o argumentos. En cambio, languidece o muere si no es capaz de hacer relaciones entre las cosas que existen en el mundo. La conciencia de ser únicos, de que el mundo que nos afecta es en gran medida una invención de nuestra mente, y de que todos los juicios son experimentos falibles, representa, probablemente, la idea más extraordinaria que enfrenté durante mis primeras lecturas de juventud. Imposible salir ileso después de tal provocación.

"La vida nos devora. Pronto seremos un cuento." Se expresaba R. W. Emerson mientras escribía su ensayo sobre el escéptico Montaigne, a quien llamó amablemente "ese admirable chismoso". La conciencia de la brevedad, de que pronto seremos un cuento, una historia que se desvanece en la memoria del tiempo, debería ser un reproche y un recordatorio para quien "ama" tanto la vida como para destruir la de otros. El escéptico, como Montaigne, no duda de todo, ni hace de la duda perpetua un método; sólo quiere saber qué clase de "mentira" es la más adecuada para, a la hora de actuar, no hacer daño a los demás y poder habitar de la mejor manera posible la vida breve. Emerson escribe en el mismo ensayo que "lo asombroso de esta vida" es la imposible reconciliación entre la teoría y la práctica. La inteligencia poco tiene que ver con las ciencias y el acuerdo entre teorías y hechos. Más allá de esa terrible obviedad, la inteligencia supone la comprensión de la circunstancia en que uno vive, del suelo común, de la soledad intrínseca de cada ser humano y de la relación que la imaginación y el lenguaje llevan a cabo entre las cosas del mundo.

Si la imaginación es el mayor vehículo del bien entonces la política tendría que saber hilar de manera inteligente y prudente tres estaciones necesarias para lograr hacerse de cierta credibilidad: imaginación, lenguaje y acciones que causen la aprobación general. "Yo sólo votaría por un político mudo", me ha espetado hace apenas cuatro días un amigo que nunca pisó la universidad; en seguida él mismo se corrigió: "Soy un iluso; de todas formas, encontrarían el modo de continuar jodiéndonos".

Dudo que el impulso que ofrece la imaginación y el lenguaje haya tocado a las puertas de muchos aspirantes a gobernar. Son escasísimos los políticos capaces de sanar las fracturas sociales y desactivar la incredulidad pública de sus actos. En su gran mayoría son iletrados, poco inteligentes y fieles a la patanería. Me preocupa que, durante este periodo de enfermedad, varios amigos jóvenes mencionen o se refieran tan a menudo al suicidio. El suicidio es un acto innecesario y sólo tiene sentido cuando el dolor es insoportable, suelo decirles. Un remedio contra el deseo de aniquilarse puede ser la curiosidad que alimenta a la imaginación, pero la conciencia de que el futuro es sólo para unos cuantos aumenta en el ánimo de los jóvenes más atentos a la circunstancia que encierra su yo y sus ilusiones en una jaula impermeable. La acción más eficaz de construir realidad requiere de la imaginación y el acuerdo. La democracia no es una forma de gobierno, sino una filosofía por medio de la cual el ser humano conoce y habita su circunstancia natural y social. El atentado cometido por la codicia empresarial, el egoísmo político y la ausencia de imaginación en casi todos los aspectos de la vida social parece ya irremediable.

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