Terror ético

Artes
/ 23 marzo 2021

El fascista posee muchos ángulos desde el cual puede ser medido o atisbado. Tomando en cuenta que una persona compleja en mente y cultura no puede definirse a partir de un solo adjetivo, juicio o definición, no se le debería juzgar de un plumazo. Si algún cruzado de la corrección política, verbal y simbólica pusiera los ojos en el documental realizado sobre la vida del legendario Lemmy Kilmister, se retorcería de espanto al mirar en su recámara una bandera nazi y al verlo disparar un tanque real. Y, sin embargo, quedaría totalmente confundido por la música, actitud y desplantes anarquistas y absolutamente personales del fundador de Motörhead y del rock duro y metalero (que sean los críticos quienes encarcelen los géneros dentro de una vitrina). Liberador, rebelde y reacio a la autoridad fascista, Kilmister amaba los símbolos y le gustaban los tanques, como a un niño al que hoy le seducen las tabletas tecnológicas o las aventuras de dinosaurios.

Los primeros cuarenta años de infancia son los más difíciles de vivir, me decía una amiga querida. Y los que siguen también. Estamos rodeados de niños, ¿quiénes son más peligrosos? ¿Los técnicos y ladrones financieros o los que disparan un tanque inofensivo para cumplir sus sueños? Si al peligro nos referimos, entonces los adalides de la corrección política (sea opositores a las drogas; defensores de género o simplemente puritanos) poseen mucho de aterrador, ya que si su inquisición no posee dosis de tolerancia, reconocimiento de la diferencia y cierto escrutinio imparcial, entonces sí que estaremos ante sacerdotes nazis o fascistas. Ir a la caza del posible incorrecto es ejercicio del inquisidor; se frota las manos ante la posibilidad de encontrar, delatar, enjuiciar y llevar a la picota a un culpable, a un traidor e indeseable. Y al tambor de su enloquecida cacería se lleva al cadalso a inocentes, extravagantes, anormales, artistas, seres libres y a cualquier despistado que suelte de más la lengua.

El enemigo es la justificación del terror, pues si el totalitarismo no tiene un enemigo, se lo inventa (Tzvetan Todorov). La gentileza política, la prudencia que se practican como señal de bondad y como necesidad de progreso moral no tienen mayor inconveniente (luchas feministas, derechos humanos, expresiones contra la violencia). Pero aquellas que provienen de la necesidad de depuración y de segregación humana, del rencor transformado en motor de venganza, tienden hacia la obscenidad ética y la injusticia. Yo creo que la confusión sobre la que se edifica esta clase de terror ético es la de no saber si las palabras son cosas, si la expresión verbal es en sí una acción, aunque carezca de consecuencias sociales. Si decir algo malo es hacer algo malo. La gentileza política -prefiero omitir el término corrección- debería persuadir a los bípedos implumes o seres humanos y hacerlos desistir de realizar acciones nocivas a sus congéneres, más que dedicarse a la persecución de sospechosos y a la exacerbación de traumas colectivos. Las personas suelen comportarse de manera distinta (a no ser que sean como berenjenas), provenir de diversos apartados de la cultura, utilizar el lenguaje a su manera y comprenden el placer o la infelicidad desde su lugar en el mundo. Estas ideas son tan viejas que me hacen sentirme un abuelo trasnochado. De Hume, J.G. Hamann hasta Herder (las tres H contra la Verdad y las iglesias y reinos dogmáticos), la pelea encaminada a debilitar a la moral que se quiere imponer como universal y definitiva ha sido constante. Hay que decir lo que se nos dé la gana y rezar para que los juicios o acciones que provoquen nuestras expresiones no sean asunto de inquisidores primitivos, sedientos de santidad.

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