Un coyote que sonríe es el diablo
Este cuento explora una de las realidades que enfrentan las personas migrantes en su tránsito por México. Un contexto que en ocasiones se recrudece cuando llegan a la frontera.
Lo encontró caminando solo entre las dunas y la carretera. Así deben verse los milagros perdidos, dijo, maltratados, jodidos y cojos. Y es que venía chuequeando de la pierna izquierda.
Estacionó la troca junto a él, se quitó los Ray-Ban, le dijo que se llamaba Víctor, que iba pal norte y le extendió una sonrisa.
–Súbase, compare, que así como anda se lo va a llevar la chingada –gritó por la ventanilla.
Se estiró hasta el otro lado de la cabina para abrirle la puerta. De pie, el moreno bajó la cabeza y lo vio en silencio. Después echó la mirada al piso y levantó las manos.
–¿Qué pasó, compare? Ni que lo estuviera asaltando. Yo sé que no me cree ni madres, pero si no se viene conmigo, igual se va a morir acá solo. Échele, no le voy a cobrar.
Alzó la vista al sol en mediodía. Apretó los labios hinchados. Se tocó el pantalón manchado de sangre. Asintió varias veces con la cabeza. Dio un brinco torpe para llegar al asiento. Se quedó lo más en la orilla que pudo sin soltar la manija con la mano derecha.
Víctor puso en marcha la troca y encendió la radio. El acordeón de Alfredo Olivas sonó por la bocina del conductor y aceleró. La aguja del velocímetro no se movió de cero.
–Pasa que está roto. Si ya anda toda traqueteada, la verdá –explicó a su acompañante y señaló con el dedo índice–. Yendo eso de sesenta, sesenta y cinco, empieza toda la carrocería a vibrar. Pero está fuerte todavía la condenada. Es una guerrera, la canija.
El cuentakilómetros rebasaba los 100 mil. Víctor lo notó y dijo:
–A una hora más o menos queda Ciénegas. Me desvío pasando ¿Ahí está bien que lo deje, oiga?
El pasajero miró de reojo al conductor. Con un movimiento rápido de la cabeza dijo que sí.
–Ahí cerquitita hay una estación de trenes. Es lo que busca, ¿no? –preguntó.
Luego se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisa a cuadros. El acompañante movió los labios, pero el ruidoso motor de la F-250 no dejó escuchar su respuesta.
–Si no le sirve nomás dígame. Sepa que no hay bronca. Total, igual si nos arreglamos, hasta yo lo pudo pasar al otro lado, ¿cómo ve?
El extraño repitió sí con un movimiento más pronunciado.
Minutos después, Víctor bajó el volumen de la música y se agachó de pronto, estorbado por su panza. Metió la mano bajo el asiento y se quejó con la garganta. El hombre que recién subió a la Ford se echó contra el forro de cuero rasgado de la puerta y se giró con los ojos abiertos. Luego de varios tirones, Víctor sacó una hielera pequeña y le extendió una lata.
–Chínguese una pa’ no arrequintar el calor y entrar en confianza.
Sin dejar de apretar su pierna herida, el pasajero soltó la manija de la puerta, se rascó la nuca y aceptó la cerveza. El primer trago fue corto. En el segundo le dio fondo.
–Mucha’ gracia’, señor, Dio’ lo bendiga tanto –pronunció con un tono cantadito.
–De qué, compare, es bueno saber que sí hablas. Ya estaba pensando yo ‘no vaiga a ser mudo este cabrón’.
–Todo’ lo’ que so’ como yo tenemo’ vo’, pero no me lo creería, le digo, no me lo creería lo mal que lo que tenemo’ que pasa’. Le digo que no es seguro para nosotro’ habla’ con cualquiera. Me llamo Elmer, señor.
Víctor abrió también una cerveza y empezó a contarle que todo estaba muy jodido en el norte. Que el desierto era muy pinche porque ni agua, ni comida, ni chamba. Que las viejas no estaban tan chulas, pero cogían sabroso y eran bien putas. Que acá todo mundo quiere matarte pa tumbarte lo poquito que traigas, y por eso uno aprende a cuidarse solo. Elmer soltó un sonido con la garganta. Una risa. Tal vez una queja.
–¿Y esa herida qué, compare? ¡Se ve bieeeen cabrón! ¿Cómo se la hizo?
Elmer achicó la boca y lo miró por varios segundos. Soltó su pierna y vio su mano ensangrentada. Intentó cubrir los tatuajes y cicatrices que tenía en el antebrazo con un movimiento discreto, pero aun así se notaban. Se enderezó y vio que del retrovisor colgaba un pequeño rosario de madera. Intentó alcanzarlo; un gritó lo interrumpió.
–¡Al tiro, compa! La sangre no se quita fácil. No me vaya a manchar la Cruz del Señor.
Se limpió sobre su camisa. Echó la vista a un lado sobre el paisaje de tierra seca y matorrales espinosos. Un sonido metálico lo distrajo. Venía de atrás, de la caja. Miró sobre su hombro. Vio un par de palas, un serrucho, bolsas negras de plástico y un tambo de acero.
–La mirada al frente –jaló la voz de Víctor–. Usté viene de copiloto. No se me distraiga. Y no me respondió la pregunta que le hice. ¿Cómo se hizo esa herida? Parece un plomazo.
Elmer tomó otra lata y la bebió en silencio. Afuera el desierto llano se acabó al asomarse una fila de cerros. Cuarenta minutos después, el celular de Víctor sonó al pasar el entronque hacía Boquillas. Subió el volumen de la radio y contestó:
–Sí, dígame. Ajá. Ajá. Yo me lo chingo, pues. Ahorita se lo llevo. No se apure, patrón, estamos aquí cerquita.
Colgó. Frenó de golpe. Puso los seguros automáticos y sacó una pistola de su chaleco. Elmer jaló varias veces la manija. La llenó de sangre. No abrió.
–No es nada personal, compare. Es mi jale. No tengo de otra –soltó Víctor.
Le apuntó a la cabeza. Acarició el gatillo despacio y le pegó el arma en la sien. Le esculcó la camisa; nada. Las bolsas del pantalón; una identificación y un pedazo de papel con un teléfono.
–¿De quién es? –dijo Víctor al agitar el papel–. ¿Quién te le dio?
–Yo no...
–¡No te pases de vivo! ¿A quién le ibas a hablar?
–Me lo diero’ cuando pasé po’ Tenosique antes de subirme a la Bestia. Le habla uno ahí y le dice que lo ayude a pasa’ la frontera y tiene uno que paga’ bastante pisto, le digo. Así me dijero’, le digo, pero yo no lo conozco a la persona.
Con la mirada, el conductor señaló los zapatos. Elmer se los quito. Calcetines también, lo apuró. Nada oculto.
–Ora bájate los calzones –los ojos de Elmer temblaron como los de un niño. –¡Que te quites los pinches calzones!
Sus dedos deslizaron su ropa hasta quedar poco debajo del asiento.
–No trais nada, cabrón. Así no se pinches puede. ¿Tienes familia?
Elmer se sacudió como si su cuerpo fuera un terremoto. Apretó los puños. Se pasó la lengua sobre los labios.
–Familia, güey, amigos. ¿Alguien que te quiera vivo?
No respondió. Con un movimiento suave, Víctor lo golpeó con la boca de la pistola sobre la frente.
–Ni modo, cabrón. Te consta que te quise ayudar, pero no te dejastes.
De reojo, Elmer vio el rosario que colgaba del retrovisor.
–Si me va a matar a mí, se lo pido por Dio’ que me conceda una cosa por último. De rodilla se lo pido, mire.
Víctor echó una carcajada sin dejar de apuntarle y agarró otra cerveza.
–Nomás no vayas a salir con tus cosas.
–Déjeme contale quién soy, señor. Eso pido. Mire: vengo desde Choluteca, un distrito de Apacila...
Víctor golpeó el volante tres veces con la mano que sostenía la cerveza.
–¡No! ¡No! ¡No! ¡Te advertí que no salieras con tus chingaderas! Mi jefe me acaba de hablar por teléfono. ¿Sabes qué me dijo? Me dijo que en la mañana hubo un pedo en la casa del Shaggy. Y que andan buscando al pinche migrante que armó todo el desmadre y luego se escapó. ¿Y qué crees? El güey se fugó con una herida de bala en la pierna. Y tenía un lunar en la nariz como el tuyo. ¿Te suena, pendejo? ¿Te suena?
La respiración de Elmer se agitó. Después se echó a llorar. Víctor aventó la cerveza contra el parabrisas y gritó:
–¿Por qué haces esto? ¿Por qué... se te...
Dejó de apuntarle. Apretó la boca. Lo miró en silencio por varios segundos.
–Bájate, cabrón. Órale, bájate a la chingada –su voz cambió a un tono seco.
Víctor quitó los seguros. Se bajó casi corriendo. Rodeó la troca por enfrente. Abrió la puerta de Elmer y lo bajó a jalones hasta tirarlo en el asfalto. Apresurado, abrió su chaleco, sacó un sobrecito de plástico, y se metió otro pase de coca con el dedo chiquito. Agitó la cabeza lo más rápido que pudo. Abrió y cerró los ojos varias veces. Dio un largo respiro y se tranquilizó. Estiró la mano hasta la guantera. Sacó una pistola. La revisó rápido. Se rio. La aventó a los pies de Elmer.
–Párate –le ordenó–. ¡Agárrala y párate!
Se puso de pie con movimientos entrecortados.
–Te voy a dar otro chance, pa que veas que soy buen pelao. El primero que dispa...
Elmer jaló el gatillo; tres, cuatro, cinco veces. Víctor se carcajeó. Se dobló de la risa y se agarró la panza como si se le fuera a caer.
–No, pos con razón hiciste todo ese desmadre. Sí tienes huevos, compa, pero ni modo. Es mi jale.
Víctor le disparó en el pecho. Se acercó a rematarlo con otros tres plomazos en la cabeza. Le quitó la pistola de las manos. Lo movió con el pie derecho para que el cuerpo quedara de lado. Dejó escurrir la sangre del cadáver por unos minutos. Agarró una de las bolsas que traía atrás de la troca. A la fuerza y jalones, metió el cuerpo lleno de tierra. Echó nudo con un mecate. Se le marcaron las venas de la cara y los brazos con el esfuerzo que hizo para subirlo a la caja.
Regresó a la cabina. Ajustó el retrovisor. Vio el sudor escurrirle desde la frente. Entrecerró los ojos para distinguir qué tenía en el cachete derecho: tres manchas rojas. La comisura de sus labios se arqueó hacía arriba. Extendió la mano sobre el tablero, mojó la yema del índice en la cerveza derramada y se limpió la cara. Se revisó en el espejo de nuevo. De reojo vio una sombra en la caja. Sobresaltado, volteó rápido sobre su hombro. Vio solo un pájaro negro dar saltos sobre el cuerpo y respiró más lentos. Volvió la vista al volante. Entrelazó las manos sobre la frente por unos segundos y después se talló los ojos. Se persignó una vez. Bajó el cubre sol con un manotazo. Cerró la puerta de un jalón. Prendió un cigarro, se puso los Ray-Ban y arrancó la troca.
*Este cuento fue publicado en la Antología “Estos son mis papeles” del Seminario de Literatura Francisco José Amparán y recibió mención honorífica en en el “Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo”.
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