Escuchar su voz lo cambió todo

Bienestar
/ 24 septiembre 2021

Muchos hijastros se enfrentan a las mismas dudas existenciales que los adoptados tradicionales

Michèle Dawson Haber*

La primera vez que escuché la voz de mi padre, él había muerto hacía 53 años. Todo empezó cuando mi prima, que vive en Jerusalén, me dio 25 carretes de audio en latas redondas de metal. Las había encontrado allá mientras limpiaba la casa de sus padres.

“Son de tu padre cantando ópera”, me dijo mi prima en una de mis infrecuentes visitas a Israel. “También encontré sus partituras, negativos y fotos. Tú y tu hermana deberían tenerlos”.

Después de que mi padre muriera en Canadá en 1965, su familia se aferró a las posesiones que le quedaban; el apego evitó tener que renunciar a él por completo.

“Mira esta foto de él”, dijo mi prima, sacando una foto de un joven desgarbado con ojos profundos, cejas pobladas y una sonrisa titubeante. “¿A quién se parece?”.

“Supongo que se parece un poco a mí”, dije, sintiéndome incómoda.

Mi padre se había suicidado cuando yo tenía 3 meses y, a diferencia de mi hermana mayor, Ruth, me sentía poco vinculada a él.

“¡Más que un poco!”, dijo ella. “Tienes la misma sonrisa tímida. ¿No lo ves?”.

“Un poco”, respondí.

Tras regresar a Toronto con las pertenencias de mi padre, se las envié todas a Ruth, que para entonces vivía en otro país. No volví a pensar en la foto del joven.

“Es más tu padre que el mío”, le dije para explicar porqué no me quedaba con nada.

Dos años después del suicidio de nuestro padre, nuestra madre se casó con otro artista en apuros, esta vez un poeta. Pero ahí acababan sus similitudes. Nuestro padrastro nos adoptó a Ruth y a mí, con lo que se borraron, legalmente, nuestros apellidos. Al crecer, nunca lo consideramos importantes. No nos sentíamos adoptadas. Los “verdaderos” adoptados, suponíamos de manera ignorante, eran niños que habían sido colocados con otras familias debido a circunstancias desesperadas.

Nacieron dos niños más y nuestra nueva familia de seis se unió y miró hacia el futuro. Nuestra madre había hecho borrón y cuenta nueva, intentando sobrescribir nuestra vida anterior con nuevos recuerdos.

Sin embargo, seguía existiendo un sentimiento de alteridad que nos unía a Ruth y a mí. Ruth estaba atormentada por su incapacidad de recordar a nuestro padre y obsesionada por querer saber más sobre él. Nuestra madre se negaba a hablar, respondiendo siempre a las preguntas de mi hermana adolescente con lágrimas y aplazamientos. “Otro día”, decía, o “cuando seas mayor”.

Abatida y llorando, Ruth acudió a mí. Desde temprana edad asumí el papel de consoladora de mi hermana. Incluso después de que creciéramos y viviéramos en países diferentes, ella llamaba cada vez que surgían sus sentimientos de pérdida, y yo la escuchaba y la consolaba. Ella nunca tuvo que preocuparse por corresponder; yo no tenía un anhelo similar. No había espacio para mi pérdida, así que asumí que no existía.

$!La persona adoptada tiene la necesidad de saberse importante para sus padres adoptivos y su familia.

Hace tres años, Ruth encontró un ingeniero de sonido que digitalizó los 25 carretes de audio de nuestro padre. Tenía curiosidad, pero también me preocupaba que Ruth se sintiera decepcionada por su contenido. Mientras escuchaba, me enviaba actualizaciones periódicas por WhatsApp. La mayoría de las grabaciones eran de él tocando el piano y cantando en varios idiomas.

Un día Ruth me llamó por Skype mientras yo estaba en el trabajo. Estaba en una habitación con el ingeniero de sonido. “Tienes que escuchar esto ahora”, me dijo. “Es realmente increíble”.

Cerré la puerta de mi despacho y Ruth me puso una cinta que había sido grabada en 1963. Ruth tenía 3 años, y ella y nuestro padre estaban mirando fotografías juntos. Las voces eran tan claras que era como si estuvieran en la habitación conmigo.

“¿Quién es? ¿Es papito?”, dijo.

“¡No!”, dijo Ruth.

“¿Es mamá?”.

“¡No!”.

“¿Es Ruthie?”.

“¡Yo!”.

Lo oímos reírse con deleite y luego hubo un sonido húmedo, de boca sobre piel, que vibraba, como si le estuviera soplando la barriga, seguido de una explosión de risas. La risa de mi padre era alta y enérgica, pero su voz era más grave, un barítono melifluo y acentuado.

Al escuchar su voz, mi indiferencia se esfumó. Hasta ese momento, no sabía cómo sonaba mi padre. Había pasado toda mi vida sin darme cuenta de que no lo sabía.

Ruth y el técnico de sonido me miraban por la pantalla de Skype, esperando mi reacción. No quería derrumbarme delante de ellos.

“¿Y bien?”, dijo Ruth.

“Vaya”, le dije.

“Vaya, ¿qué?”.

“Vaya, eso es algo importante”.

Al darse cuenta de que no estaba preparada para hablar, llenó el silencio con sus reacciones de alegría y asombro. Puse como excusa que tenía que volver al trabajo y colgué. En mi despacho, lloré a solas, primero de rabia porque nos abandonó, y luego por una añoranza reprimida por mucho tiempo.

Había visto fotos de mi padre y escuchado algunas historias, pero nada de esto lo acercó más a mí. Sin embargo, el hombre que escuché, tan íntimo y cercano, ¡era mi padre! Oírlo hablar y reír sacó a mi alma de un profundo letargo, y fue a la vez aterrador y revitalizante. Ya no habría vuelta atrás. Necesitaba saber más.

Ahora me convertí en la hija obsesionada, buscándolo por todas partes. Leí los cientos de cartas para y de él que mi madre había guardado en una caja de cartón. Describieron a un hombre sensible que siempre se esforzaba por salir adelante. En las cartas que mis padres se escribieron, quedaron al descubierto las luchas de su tumultuoso matrimonio.

Mi siguiente paso fue localizar y entrevistar a amigos y familiares de edad avanzada que recordaban a un hombre noble y simpático al que le gustaba cantar canciones “country” desde el balcón de su madre en Jerusalén. Luego, aunque sabía que leerlo sería doloroso, pasé un año luchando por el derecho a ver el informe policial que detallaba los escabrosos detalles de sus últimos momentos.

Qué incongruente es sentir gratitud por todas esas cosas y, sin embargo, la sentí, pues se llenaron las lagunas en la línea de tiempo de mi familia. Descubrí más cosas sobre mis padres que la mayoría de los hijos adultos llegan a saber jamás. Aun así, no estaba satisfecha y no podía explicar el motivo a nadie, ni siquiera a mi hermana.

“¿Qué más esperas encontrar?”, me preguntó Ruth.

“La verdad, no lo sé, tal vez una foto”, dije y me atraganté, dándome cuenta de lo mucho que deseaba eso con exactitud. “Solo una foto de él abrazándome, entonces puedo parar”.

Llegué a la vida de mi padre en el peor momento posible, cuando su vida se estaba desmoronando, así que no era de extrañar que no hubiera fotos mías. Sin embargo, esa pequeña esperanza era todo lo que tenía, así que le rogué a Ruth que escaneara los miles de negativos de nuestro padre que tenía de sus años como fotógrafo aficionado. Meses después me envió un mensaje con un emoticono de cara llorosa. “Las he escaneado todas y no apareces”, escribió. “Lo siento”.

No quedaba nada por descubrir. Había seguido todas las pistas, leído todas las cartas y estudiado todos los recuerdos. Debería haberme alegrado de haber aprendido tantas cosas, pero en cambio me sentí vacía.

Un día, después de contarle sobre mis esfuerzos a una amiga, me habló de un psicólogo al que había entrevistado para su pódcast. “Escúchalo. Creo que te será útil”, me dijo.

Mientras hacía ejercicio en mi sótano al día siguiente, lo escuché, sintiéndome escéptica sobre la relevancia de lo que Michael Grand llamaba la constelación de la adopción. Claro, ser adoptada por mi padrastro me convertía en una hijastra, ¿y qué?

Como si se tratara de una respuesta, Grand explicó que muchos hijastros se enfrentan a las mismas dudas existenciales que los adoptados tradicionales, los que yo había pensado que eran diferentes de mí.

“Sin información sobre sus orígenes, el adoptado tiene una narrativa deficiente: le falta el capítulo uno de su vida”, comentó.

“No solo había estado buscando a mi padre, me di cuenta entonces: también me había estado buscando a mí misma”. El siguiente punto de Grand me detuvo a mitad de camino, y caí de rodillas, con lágrimas que corrían por mi cara.

La clave está en la importancia, explicó. La persona adoptada quiere saber que es importante.

Ahí estaba. A pesar de mis indagaciones y de la extraordinaria cantidad de artefactos escritos, sonoros y fotográficos que había desenterrado, nunca había encontrado, ni encontraría nunca, ninguna prueba de que yo existía en el mundo de mi padre. De que yo importaba.

Era hora de dejar de buscar.

No sabía si yo le importaba, y nunca lo sabría, pero de lo que me di cuenta es que él me importa a mí. Ya no soy una espectadora de la pérdida, encontré a mi padre, y eso no es poco.

He aprendido lo suficiente para llenar mi primer capítulo de la vida y, aunque seguirá incompleto, puedo insertarme en la historia de mi familia, entrelazada en las historias de mis padres y mi hermana. Y puedo decidir a lucir mi tímida sonrisa con orgullo, agradecida por tener algo que él me dio solo a mí. c.2021 The New York Times Company

*Michèle Dawson Haber vive en Toronto y está escribiendo un libro de memorias sobre secretos familiares, identidad y adopción.

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