H.P Lovecarft y otros autores

Vida
/ 30 octubre 2016

Existen muchos horrores y nuestro colaborador navega por ellos para entregarnos este textoOTROS HORRORES

Creo que lo más misericordioso que puede existir en el mundo es 
la incapacidad de la mente humana

para relacionar todo lo 
que éste contiene. 
Vivimos en una plácida
 isla de ignorancia,
entre las brumas 
de negros mares de infinito, y,
sin, embargo, no vamos muy lejos…

H. P. Lovecraft

 

I
Entre los artistas del horror podemos encontrar a un verdadero ejército de creadores, por eso sorprende que el “género” haya sido considerado hasta hace poco tiempo como un mero “subgénero” en las artes, especialmente en la literatura.
Al margen de categorías estéticas y estilísticas, en el cine contamos con obras maestras como “El gabinete del Doctor Caligari” y la multiadaptada novela del irlandés Bram Stoker, “Drácula”; en la pintura y la escultura, con artistas como El Bosco, Arnold Böklin, C. D. Friedrich, Goya –cierto Goya-, algunos aspectos del Aleijandinho o de Ron Mueck y muchos nuevos autores de comics, de animé y de otras expresiones estéticas asociadas lo mismo a la instalación que al arte digital.

Pero habrá que escuchar lo que ha sucedido en la música y en el arte sonoro, tanto lo elaborado para el cine o el teatro como lo compuesto para las salas de concierto o los escenarios de Rock. En la primera categoría, el compositor debe seguir un guión; en la segunda, no tiene más remedio que perseguir sus propios fantasmas. Un ejemplo de la primera: “Las Horas”, de Philip Glass; uno de la segunda: el “Requiem” de Mozart o “From de Sleep”, de Max Richter. En el Rock el horror y la demonología es un tema aparte: recuérdese sólo las míticas “Helter Skelter”, de Beatles, y “Sympathy for the Devil”, de los Stones. El arte sonoro merece un espacio aparte.

En el teatro también han ocurrido cosas interesantes desde hace mucho tiempo. Recordemos el longevo éxito de “La ratonera”, la obra dramática de la británica Agatha Christie, que se estrenó en 1952 en Londres y sigue representándose hasta ahora. “La soga” (“Rope”, 1929), del también inglés Patrick Hamilton, que Hitchcock trasladaría al cine en 1948, explora de otro modo el misterio detectivesco. Una cara distinta del horror enfrentamos ante algunos dramas del sueco Strindberg y del belga De Ghelderode, aunque para hablar del horror axial que provoca el gran titiritero que es “el Destino” resulta imprescindible remontarnos a los trágicos griegos. Tras la máscara y la túnica, gesticula el inconmensurable arcano de la vida humana y del mundo, y por supuesto, el pavor que para nosotros representa este binomio que sigue rodando en la infinita y virtual soledad del cosmos. 

En la literatura narrativa la historia del horror es acaso tan larga como en las otras artes. Porque el horror es un sentimiento inherente a la naturaleza humana. Por temor al horror y posiblemente por manipulación política algunas culturas prehispánicas inventaron los sacrificios humanos. Debido a razones similares, me temo, hemos continuado una tradición religiosa que exalta un ejercicio inexplicable: el de lamer las cadenas que nos mantienen atados a nuestras incertidumbres y nuestras dudas pascalianas –sepamos o no quién es Pascal.

No tendríamos que buscar demasiado para encontrarnos con el horror en la poesía. Desde la Antigüedad hasta nuestra época, muchos poetas han manifestado, de una u otra forma, su estupor terrorífico ante las cosas del mundo. El viento helado que recorre algunos anónimos romances medievales españoles y muchos de los que componen el “Romancero gitano”, de García Lorca constituyen una mínima muestra. Lo mismo puede decirse de algunos de nuestros “corridos” mexicanos. Leer “Lo fatal”, de Rubén Darío, deja para siempre una impronta indeleble en nosotros. ¿Y qué decir de “El Cuervo”, de Poe; de “El Golem” y otros poemas de Borges; de las “Las Quimeras”, de Gérard de Nerval; de Blake, de José Luis Hidalgo y de tantos otros? ¿Qué decir del desamparo metafísico del Fausto de Goethe o de la desesperación necrofílica de Cadalso y D. G. Rossetti? El horror –los horrores- en la poesía exige/n también otro espacio. 

 

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II
El horror viaja en nuestro torrente sanguíneo; lo ha hecho desde hace miles de años. Es algo que presiento: todos lo presentimos. La noche del cosmos; la soledad primigenia; la indefensión ante la naturaleza salvaje; el pavor cabalgando sobre el lomo de una bestia que no deja de inquirir; la supervivencia y el miedo. En el arte islámico, el bizantino; durante los periodos barroco y rococó –lo mismo que en algunos otros momentos culturales- se habla, por cierto, de un “horror vacui” [horror al vacío]: por ciertas razones, pretendemos cubrir las fauces del abismo anteponiendo un embriagador galimatías de formas. 

Arrojado al mundo por un azar biológico o divino, el hombre se ve de pronto (¿de pronto?) erguido e inteligente. Mientras pregunta debe sobrevivir; mientras sobrevive haciendo frente a cualquier eventualidad, piensa, inventa deidades insaciables que exigen más y más ofrendas para calmar quién sabe qué iracundia… Por miedo, por estrategia, por intriga o usura el hombre entrega corazones palpitantes, cosechas, bueyes, corderos y hasta cuerpos humanos al sacrificio.

¿El miedo y el horror tienen algo que ver con la religión o la espiritualidad? Supongo que sí. Más allá de la evidente manipulación ideológica que casi todas las iglesias y corrientes religiosas han ejercido a lo largo de los siglos, hay algo que permanece vivo e inflamable en el manantial subterráneo de la conciencia humana: el miedo atávico, el grito de pavor milenario, la ancestral angustia.

Es posible que en el acechante estero del inconsciente, como Nietzsche llamó al subsuelo de nuestra conciencia antes de Freud, nociones como “lo sublime”, “lo inefable”, “[el sentimiento de] lo oceánico”, “lo grotesco” y “el horror” conformen una secreta familia semántica, una familia no emparentada por sangre etimológica sino por redes ontológicas, y para decirlo de una vez, cosmogónicas.

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III
Es bastante sugestivo que muchos relatos del estadounidense Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) aludan a civilizaciones tan primigenias que se esconden no en la noche de la historia sino en la nebulosa de los orígenes más primigenios, tan primigenios que se hunden en una materia que, según la tesis científica, es el germen de cualquier forma de vida en este planeta: el agua.

No sé si hay un relato de Lovecraft en el que el agua –el mar, el río, el lago, la humedad- no ocupe un lugar, si no protagónico, al menos importante, así sea de manera tangencial. ¿Cita Gaston Bachelard a este maniático herpetólogo del horror en su ensayo “El agua y los sueños”? No lo recuerdo. ¿O quizá, como a muchos, le pareció un autor de “segunda categoría”, aunque hoy millones de jóvenes lo lean, extrañamente, más que Edgar Allan Poe?

Bachelard concluye su Capítulo II –“Las aguas profundas”- de este modo: “Agua silenciosa, agua sombría, agua durmiente, agua insondable, son otras tantas lecciones materiales para una meditación sobre la muerte. Pero no es la lección de una muerte heraclitana, de una muerte que nos lleva lejos con la corriente, como una corriente. Es la lección de una muerte inmóvil, de una muerte en profundidad, de una muerte que permanece con nosotros, cerca de nosotros, en nosotros.”

Lúcido análisis, pero en este momento no sólo nos importa la muerte y el agua como ingredientes del horror, pues éste no se agota ni en una ni en otra. Occidente ha hecho de la muerte una desgracia irreparable, y acaso lo sea, pero un físico sabe -como lo supieron los presocráticos, y desde hace miles de años, el hinduismo y el budismo- que la materia regresa a su hábitat original. Es inútil sufrir. Lo hacemos porque no conocemos más burbuja vital que ésta: es justo ahí donde puede encontrarse el origen del horror. El origen del horror se agazapa en nuestro profundo sentimiento de abandono y orfandad. 

Por eso, al fin y al cabo, y aunque hablemos de géneros y estilos, de escuelas y movimientos, de ramificaciones del Gótico y de tendencias, el hecho incontrovertible es que el germen de esa sensación siempre ha sido metafísico. Tras el Castillo de Otranto, Drácula, Frankenstein, Dorian Gray, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, el Hombre Lobo, la Casa Embrujada, el Holandés Errante, el “Monstruo”, la Hechicera y cualquier encarnación de El Mal son otras tantas representaciones de nuestra triste condición humana. Todos esos seres viven en nosotros, somos nosotros inherente o intermitentemente: elevando el hocico hacia el cielo nocturno, aullamos la pregunta, una pregunta que son muchas, muchas preguntas.
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