CIUDAD DE MÉXICO.- El Museo de Arte Popular está fresco y solitario. Afuera el sol castiga a la capital del país con algunos 30 grados centígrados, una temperatura bastante elevada para esta ciudad, producto de una ola de calor que lleva varios días sin dar tregua. Por lo tanto, este edificio blanco ubicado en el Centro Histórico es casi un refugio. Lástima que pocos chilangos puedan disfrutarlo, es entre semana y son horas laborales, ahora tienen asuntos más importantes que atender, aunque vayan sudorosos y apresurados. Quizá otro día puedan asomarse y ver, entre otras cosas, “México Textil”, pequeña exposición temporal que hace un recorrido histórico por las telas, hilos y técnicas que han configurado el tradicional vestir mexicano.
“La enorme variedad de piezas en la indumentaria, la riqueza en el diseño, el conocimiento en los productos naturales de origen vegetal y animal, han provocado este vasto universo de prendas que hoy intentamos clasificar”, se lee en el texto de introducción sobre la pared roja, apenas traspasando las puertas de cristal automáticas donde inicia el recorrido. Ahí también se admite que se trata de “un repaso a ‘vista de pájaro’”, por lo tanto, invitan al reto de realizar, en algún futuro y con mucha más investigación, “una gran exposición a nivel nacional, por regiones y grupos étnicos, de la gran riqueza que este mundo representa”. Precisamente, “México Textil” está lejos de tan ambiciosa idea y más bien se siente como la introducción a un tema mucho más amplio.
Los primeros modelos son pequeñas figuras prehispánicas de cerámica. Quién sabe de qué estarían hechas sus antiguas indumentarias, ya quedaron perdidas en la historia, sólo vivas en esa representación sólida. Quizá seda, algodón, pita, o algún otro de los materiales que se muestran antes de entrar a la exposición, acomodados en cubos para que el visitante pueda sentir su textura. Hay lana, lino, pluma y hasta pelos de algún animal, con su respectiva explicación. Es un buen preámbulo, ya que una vez adentro no está permitido tocar nada, ya sea por la protección de un cristal (como las figuras) o una línea roja en el suelo para limitar la distancia, así como el respectivo letrero y la mirada avispada de un par de vigilantes.
El recorrido empieza con prendas religiosas del siglo 18 y dos cuadros viejos grandes: una monja (Anna Francisca de la Encarnación) y un virrey (Juan Francisco de Güemes y Horcasitas). Este breve espacio al poco tiempo da lugar a unos sombreros charros y el primer huipil, el gran protagonista del recorrido. En la siguiente sala dan la bienvenida tres trajes flotantes colgando de unos hilos invisibles. Ya entramos de lleno a lo tradicional mexicano: uno es de San Juan Chamula, otro purépecha y el último huichol. En esta sala también hay algunos capullos de seda, agujas y distintos tipos de algodón (verde y coyuchi) en vitrinas, muestras de la materia prima y la base del proceso creador, donde desentona un portapistola de piel bordada con pita. Se adorna además con un par de pinturas de José Raúl Anguiano Valdez y dibujos de indios modelando sus prendas.
En este punto se escuchan voces de películas mexicanas viejas. Hay una televisión encendida en algún lado. Siguiendo ese sonido se llega a la siguiente sala, donde hay una gran pared llena de colores. Se trata de una muestra de 14 materiales en pequeños recipientes, cempasúchil, huizache, heno, pericón, entre otros, con su respectiva gama cromática en un total de 112 distintas tonalidades que pueden salir de estas plantas para colorear la ropa. En la pared donde se explica esto hay una advertencia al final, sobre el uso irresponsable de los recursos naturales que ha puesto en riesgo especies como el caracol púrpura, cuyo color ha dejado de usarse en las ropas debido a la hoy pobre población de esta especie.
A nuestra espalda se encuentra la mencionada televisión. Hay distintos trajes, de viuda, de tehuana, de charro, de tarahumara. Y cuatro conjuntos famosos: uno de china poblana que fue utilizado por Dolores del Río, otro de charro de Jorge Negrete y otros de Pedro Infante y María Félix, usados en la película “Tizoc” (1957). Para su acompañamiento una pantalla está pasando fragmentos de filmes de la Época de Oro del cine mexicano: la mencionada, “Enamorada” (1946), “María Candelaria” (1943), “El Reboso de Soledad” (1952), etc. Da mucha curiosidad que los trajes de Negrete e Infante sean tan chaparritos. Y así, las voces de Pedro Armendáriz y otros de sus contemporáneos siguen de fondo al resto de la exposición.
Un sinfín de huipiles se acomodan en maniquíes, sólo para acabar, al final del pasillo, con otros tantos colgados en la pared. Hay dibujos de vestidos indígenas, cuyas modelos no tienen ni ojos, ni bocas. Ilustraciones del diseñador Ramón Valdiosera, acompañadas de un vestido rosa de él mismo y su diseño para Mexicana de Aviación “inspirado en indígena azteca”, la primera muestra de obras más contemporáneas. El siguiente cuarto alberga, de un lado, sarapes colgados, sólo uno de los cuales tiene el crédito de venir de Saltillo, Coahuila, acompañados de un traje de charro, una montura de lujo con todo y machete, y un telar. Del otro lado hay un gran tapiz de lana, una especie de alfombra realizada por Rufino Tamayo, que lleva por nombre “Sandías” y cuyas formas y colores remiten a dicha fruta.
Pasando una figura antropomorfa prehispánica de piedra se llega a la última aparte, ahora sí de lleno contemporánea. Hay distintos quechquémitl y rebozos de diseños modernos, como si estuviéramos en una tienda departamental de la colonia Condesa, a donde asistirían algunos extranjeros con ganas de llevarse algo del “folklor mexicano” a su país. De hecho, por la exposición ya rondan algunos, los primeros visitantes, los cuales van acompañados de un mexicano que les explica cosas en un inglés de acento terrible que seguro entienden a medias. Aquí hay otros dos videos, en uno se ve cómo fabrican muñecas de barro y en otro las olas de algún mar chocando contra una cueva. En el suelo se encuentran esas muñecas, muchas, vestidas como modelos en miniatura.
Los últimos diseños incluyen otro sarape, titulado “Diamante Saltillero”, al que acompaña una especie de poema-intervención, “TXT” de Aurora Pellizzi, donde distintas letras tienen la forma del sarape, en las que se distinguen palabras o frases sueltas en inglés y español, ilegibles en un pequeño caos que da pereza analizar a fondo. Luego está la pieza que más llama la atención de toda la exposición: “Altar de Plata”, un vestido de Astrid Hadad. Parece una versión satánica de las prendas religiosas del inicio. La túnica de una santa o una virgen, color plata intenso, llena de brillos, delante una tela negra con la imagen de un hombre rojo, siendo jalado por unos esqueletos hacia un pozo entre gritos de agonía.
Frente al de Astrid hay otro vestido de diseño loco, “Vístome palabras entretejidas”, hecho de lo que parecen ser retazos de telas, con algunas frases cosidas: “manos de mujeres”, “trabajando el telar”, “las tareas del tejido”. Hay un colorido cuadro con etiquetas colgando, un par de fotografías de mujeres y piezas llamadas “Segunda Piel” y “Rebozo de Sangre”. El final llega abrupto, da la impresión de que la exposición todavía sigue, pero no. Se acaba en otra puerta de cristal automática que una vez que se cruza ya no se abre hacia el otro lado para volver. En ella hay preguntas que pretenden hacer reflexionar al visitante y van acorde a lo que parece ser la motivación principal de todo. Generar conciencia sobre el valor de las vestimentas mexicanas y sus creadores. Y así nos vamos pensando: ¿consideras la artesanía como un arte?, ¿cómo defines “pago justo”?, ¿qué prenda típica de tu ciudad o región conoces y cuál usas?, ¿qué historias nos puede contar el textil?