Un chapuzón en los ríos y manantiales de la República Dominicana

Viajes
/ 18 diciembre 2024

En la República Dominicana, los cenotes pequeños y rurales como Hoyo Claro solo están señalados con un pequeño letrero de plástico, que apenas se ve desde la carretera.

Por: Mya Guarnieri

La laguna rodeada de árboles brillaba de un color que solo suele verse en el pasillo de los enjuagues bucales y, bajo la superficie de sus aguas cristalinas, las ramas caídas parecían manos abiertas listas para cacharte. Las rocas en el fondo estaban a unos cuantos metros o a una profundidad enorme, la claridad del agua hacía que fuera imposible discernirlo.

Hoyo Claro, un cenote lleno de manantiales en la República Dominicana, está ubicado a unos cuantos kilómetros de los lujosos centros turísticos todo incluido en las playas de Punta Cana, pero se sentía como un universo totalmente distinto.

Si las playas arenosas del Caribe son el rostro de la República Dominicana, sus arroyos, ríos y cenotes son sus venas, arterias y corazón. La capital, Santo Domingo, está enmarcada por tres tíos: el Haina, el Isabela y el Ozama, sobre los que los conquistadores españoles construyeron su fortaleza, la primera en el continente americano, en 1496. El país, que comparte la isla de La Española con Haití, al oeste, está delineada por vías fluviales y salpicada de esos irresistibles cenotes de aguas azules neón.

Mis amigos dominicanos se opusieron rotundamente a mi plan de rentar un auto y visitar los ríos y cenotes por mi cuenta el verano pasado. El país se ha ganado la reputación de ser un poco inseguro, una idea apuntalada por un recomendatorio del Departamento de Estado de Estados Unidos que advierte a los ciudadanos estadounidenses que tengan mucha precaución al viajar a la República Dominicana. Y ya que 65 de cada 100.000 dominicanos mueren al año en accidentes de tráfico, el país también tiene la tasa más alta de muertes por accidentes viales de América, según datos del Banco Mundial.

Por lo tanto, opté por viajar con dos de esos amigos, Hogla Enecia Pérez y Manuel Herrera, por algunas carreteras sin pavimentar que es mejor caminar que transitar en auto. Hogla rentó un auto para que visitáramos un río. Y con el vehículo utilitario deportivo de tracción integral de su primo, Manuel me llevó a mí y, un día, a su familia a otros cuerpos de agua donde se puede nadar. En la República Dominicana, los cenotes pequeños y rurales como Hoyo Claro solo están señalados con un pequeño letrero de plástico, que apenas se ve desde la carretera, así que encontrarlos es una gran manera de conocer la calidez y hospitalidad de los dominicanos: invariablemente, tendrás que estacionarte y pedirle indicaciones a un lugareño.

Una vez que encuentres un cenote y te sumerjas en el agua fresca y cristalina, es posible que sientas, como me pasó a mí, el latido del corazón de la propia República Dominicana al meter tu cabeza en el agua.

La magia de los manglares

Cuando buscaba un lugar para refugiarme del sol de mediodía, me puse a la sombra de un mangle en las aguas color jade del río Caño Frío, una vía fluvial fría en la península de Samaná, a lo largo de la costa norte. El agua me llegaba al pecho y aún podía ver los dedos de mis pies, que meneaba en la arena. Quería enterrarme ahí para siempre, pero Hogla me hizo señales para que saliera del agua.

Un lugareño descalzo nos guio hasta un bosque frondoso donde seguimos un sendero bordeado de orquídeas salvajes durante unos minutos hasta llegar a un trío de cenotes, donde marañas de árboles, troncos caídos y otras barreras naturales habían acordonado el río en secciones más pequeñas: la primera apodada Amor, la segunda Hijos y la última Divorcio. Los cenotes tenían propiedades místicas, según afirmó nuestro guía. Si quieres encontrar el amor verdadero, échate un clavado al cenote Amor. ¿Quieres más hijos? Sumérgete en el segundo. Y si lo que buscas es un divorcio, pues... esbozó una sonrisa.

Para entrar al cenote Amor —un círculo de agua color esmeralda rodeado de los brotes grises y lanudos de los manglares—, primero tuvimos que caminar con precario equilibrio por un enredo de raíces y ramas. Ambos dudamos. Cuando miré hacia abajo, me era imposible determinar cuán profundo era el cenote o si el lecho era suave. ¿Había rocas? Finalmente, nos zambullimos. Estaba frío y poco profundo y, por suerte, el fondo resultó estar cubierto de arena.

Fue más fácil entrar al cenote Hijos. Un banco de arena se inclinaba poco a poco hacia una laguna poco profunda teñida de un verde claro y nítido que me recordó al vidrio romano. Sin la sombra que cubría al primer cenote, el sol me calentaba la cabeza, aunque bajo la superficie, la piel se me erizaba.

Hogla y yo nos posamos a tomar el sol sobre el tronco de un árbol caído que dividía la laguna en dos y percibí esa deliciosa sensación de cuando te quitas el suéter en el primer día cálido de primavera.

El agua luminosa de color azul verdoso del cenote Divorcio era la más transparente y, como tenía una zona soleada y otra con sombra, era el más apetecible de los tres, pero la superstición hizo que nos abstuviéramos de nadar en él. Aunque Hogla y yo ya estamos divorciadas, no queríamos condenarnos a volver a pasar por tal calvario.

En cambio, nos dirigimos a playa Rincón, cerca de ahí, donde una pintoresca fila de palapas coloridas y diminutas ofrecía una amplia gama de platillos locales preparados en braseros de arcilla. Comimos langosta y pulpo frescos servidos con dos platos de tostones caseros y un montículo abundante de arroz con chícharos preparados al estilo de Samaná, con leche de coco, todo por 1500 pesos (o unos 26 dólares). Bebimos agua de coco fresca, con piquete de ron local, directo de los cocos verdes, a los que se les cortó la parte superior con un machete (300 pesos).

Trae la hielera y relájate

No muy lejos de la península de Samaná, anidada entre dos montañas forradas de vegetación, la arena dorada de playa El Valle ofrecía un sitio para relajarse y pasar horas viendo al sol danzar por el escenario cerúleo del océano Atlántico. En el extremo oeste de la playa, el pequeño pero inmaculado río San Juan —que no debe confundirse con el municipio homónimo ubicado varias horas en auto al noroeste— invitaba a lugareños a chapotear en sus aguas, con sus hieleras llenas de bebidas y botanas.

Delimitada por un dramático muro rocoso que da paso a una franja suave de árboles, el agua constituyó un refugio fresco y tranquilo luego de que nos revolcaran las olas intensas del Atlántico. Los árboles emergentes proyectaban su sombra sobre el río estrecho y somero, que se curvaba con gracia hacia un matorral de verdor esmeralda. Seguí a Manuel, su esposa y sus dos hijos hacia el agua y me sorprendí al descubrir que conocían a la otra familia que estaba pasando el rato ahí, a pesar de que estábamos bastante lejos de Santo Domingo. El grupo se puso a conversar y a contarse los chismes más recientes, mientras los niños competían corriendo entre el río y el mar.

Tan transparente que engaña la vista

Se nos cruzaron mariposas en el camino una y otra vez y varias cabras vigilaban el medio kilómetro de terracería que nos adentraba en el bosque para sacarnos a Hoyo Claro, un cenote cerca del complejo playero de Punta Cana. Una mañana de domingo, el lugar estaba vacío salvo por una familia y la atmósfera era de tranquilidad. Alrededor del cenote, había rocas oscuras, hojas caídas y árboles altos y delgados cuyas raíces parecían crecer y entrar directamente al agua, como dedos que querían agarrarlos. Sus troncos marrones con manchas grises hacían un fuerte contraste con el cian fluorescente del agua.

Me metí poco a poco al agua helada desde un banco de arena, aunque había escaleras, y una vez sumergida, piscardos empezaron a nadar a mi alrededor. Metí mi cabeza y, de pronto, el agua ya no se sentía tan fría.

Traté de nadar hasta el fondo del cenote para tocar las rocas del lecho, pero el agua cristalina puede engañar a la vista: las rocas parecían estar mucho más cerca de lo que estaban en realidad, y no pude alcanzarlas. El agua también distorsionaba la distancia hacia uno de los troncos caídos: sobrestimé lo lejos que este estaba de la superficie y terminé con un moretón en la pantorrilla. Estos mismos troncos también pueden servir de asientos cuando ya te cansaste de nadar o flotar... o si te lastimaste la pierna.

Dar el salto

Mi pantorrilla aún escocía cuando me puse de pie en la plataforma encima de un cenote en la Reserva Ecológica Ojos Indígenas y contemplé saltar al agua turquesa 3 metros debajo de mí, el azul puntuado por las enormes rocas color ámbar que cubrían el lecho de la laguna. ¿Era lo suficientemente profunda? ¿Podría fracturarme una pierna —o peor— contra las rocas? Un turista español se lanzó y, luego, me saludó desde abajo. No le pasó nada.

Aun así, dudé.

Alimentada por el río Yauya, la reserva tiene trece lagunas, en cuatro de ellas se puede nadar y dos tienen plataformas para clavados. Cuando llegué a la primera, la laguna Inriri, la encontré casi vacía y muy silenciosa, excepto por una mujer embarazada que flotaba en calma bocarriba, su cuerpo proyectaba una sombra en forma de cruz sobre las rocas que tapizaban el fondo de la dolina inundada. Las ramas con hojas esmeralda se agachaban sobre el cenote y oscurecían sus orillas. Un sendero bien cuidado conducía a la segunda laguna, donde terminé de pie en la plataforma sobre aquel turista español que me animaba a saltar.

Sin poder resistirlo más, me lancé. Las plantas de mis pies fueron lo primero que golpeó contra el agua helada y, luego, me sumergí por completo. Mis pulmones se agarrotaron por la inmersión tan repentina, salí disparada de vuelta a la superficie y tomé una buena bocanada de aire. El calor y la humedad tropicales me llenaron la boca y, mientras mi cuerpo se adaptaba, me invadió una sensación de absoluta paz. Miré las rocas debajo y las imaginé como fisuras en la tierra. Me acerqué a algo esencial, el origen del mundo o, quizá, de mí misma. Me puse a flotar bocarriba y vi el azul despejado del cielo enmarcado por hojas que, retroiluminadas por el sol, parecían luminiscentes. La luz solar se reflejaba en las ondas del agua y proyectaba líneas onduladas en un árbol que se arqueaba sobre el cenote.

Manuel rompió mi momento de ensoñación. “¡Vamos!”, gritó. “Hay más cenotes que ver”. A regañadientes, nadé hacia las escaleras.

Cuando salí hacia al aire cálido, seguía sintiendo el frío del agua en la cabeza y en la espalda y, por primera vez en mi vida, entendí lo que significa sentir un hormigueo en la columna vertebral. Desde mi nuca, la sensación viajó hasta un punto entre mis omóplatos. El agua se sentía como si tuviera un poder: la fuerza vital de todo un país. Ese hormigueo se quedó conmigo mientras fui a visitar esos otros cenotes con Manuel.

Hoyo Claro, un cenote lleno de manantiales en la República Dominicana, está ubicado a unos cuantos kilómetros de los lujosos centros turísticos todo incluido en las playas de Punta Cana, pero se sentía como un universo totalmente distinto.

Si las playas arenosas del Caribe son el rostro de la República Dominicana, sus arroyos, ríos y cenotes son sus venas, arterias y corazón. La capital, Santo Domingo, está enmarcada por tres tíos: el Haina, el Isabela y el Ozama, sobre los que los conquistadores españoles construyeron su fortaleza, la primera en el continente americano, en 1496. El país, que comparte la isla de La Española con Haití, al oeste, está delineada por vías fluviales y salpicada de esos irresistibles cenotes de aguas azules neón.

Mis amigos dominicanos se opusieron rotundamente a mi plan de rentar un auto y visitar los ríos y cenotes por mi cuenta el verano pasado. El país se ha ganado la reputación de ser un poco inseguro, una idea apuntalada por un recomendatorio del Departamento de Estado de Estados Unidos que advierte a los ciudadanos estadounidenses que tengan mucha precaución al viajar a la República Dominicana. Y ya que 65 de cada 100.000 dominicanos mueren al año en accidentes de tráfico, el país también tiene la tasa más alta de muertes por accidentes viales de América, según datos del Banco Mundial.

Por lo tanto, opté por viajar con dos de esos amigos, Hogla Enecia Pérez y Manuel Herrera, por algunas carreteras sin pavimentar que es mejor caminar que transitar en auto. Hogla rentó un auto para que visitáramos un río. Y con el vehículo utilitario deportivo de tracción integral de su primo, Manuel me llevó a mí y, un día, a su familia a otros cuerpos de agua donde se puede nadar. En la República Dominicana, los cenotes pequeños y rurales como Hoyo Claro solo están señalados con un pequeño letrero de plástico, que apenas se ve desde la carretera, así que encontrarlos es una gran manera de conocer la calidez y hospitalidad de los dominicanos: invariablemente, tendrás que estacionarte y pedirle indicaciones a un lugareño.

Una vez que encuentres un cenote y te sumerjas en el agua fresca y cristalina, es posible que sientas, como me pasó a mí, el latido del corazón de la propia República Dominicana al meter tu cabeza en el agua.

La magia de los manglares

Cuando buscaba un lugar para refugiarme del sol de mediodía, me puse a la sombra de un mangle en las aguas color jade del río Caño Frío, una vía fluvial fría en la península de Samaná, a lo largo de la costa norte. El agua me llegaba al pecho y aún podía ver los dedos de mis pies, que meneaba en la arena. Quería enterrarme ahí para siempre, pero Hogla me hizo señales para que saliera del agua.

Un lugareño descalzo nos guio hasta un bosque frondoso donde seguimos un sendero bordeado de orquídeas salvajes durante unos minutos hasta llegar a un trío de cenotes, donde marañas de árboles, troncos caídos y otras barreras naturales habían acordonado el río en secciones más pequeñas: la primera apodada Amor, la segunda Hijos y la última Divorcio. Los cenotes tenían propiedades místicas, según afirmó nuestro guía. Si quieres encontrar el amor verdadero, échate un clavado al cenote Amor. ¿Quieres más hijos? Sumérgete en el segundo. Y si lo que buscas es un divorcio, pues... esbozó una sonrisa.

Para entrar al cenote Amor —un círculo de agua color esmeralda rodeado de los brotes grises y lanudos de los manglares—, primero tuvimos que caminar con precario equilibrio por un enredo de raíces y ramas. Ambos dudamos. Cuando miré hacia abajo, me era imposible determinar cuán profundo era el cenote o si el lecho era suave. ¿Había rocas? Finalmente, nos zambullimos. Estaba frío y poco profundo y, por suerte, el fondo resultó estar cubierto de arena.

Fue más fácil entrar al cenote Hijos. Un banco de arena se inclinaba poco a poco hacia una laguna poco profunda teñida de un verde claro y nítido que me recordó al vidrio romano. Sin la sombra que cubría al primer cenote, el sol me calentaba la cabeza, aunque bajo la superficie, la piel se me erizaba.

Hogla y yo nos posamos a tomar el sol sobre el tronco de un árbol caído que dividía la laguna en dos y percibí esa deliciosa sensación de cuando te quitas el suéter en el primer día cálido de primavera.

El agua luminosa de color azul verdoso del cenote Divorcio era la más transparente y, como tenía una zona soleada y otra con sombra, era el más apetecible de los tres, pero la superstición hizo que nos abstuviéramos de nadar en él. Aunque Hogla y yo ya estamos divorciadas, no queríamos condenarnos a volver a pasar por tal calvario.

En cambio, nos dirigimos a playa Rincón, cerca de ahí, donde una pintoresca fila de palapas coloridas y diminutas ofrecía una amplia gama de platillos locales preparados en braseros de arcilla. Comimos langosta y pulpo frescos servidos con dos platos de tostones caseros y un montículo abundante de arroz con chícharos preparados al estilo de Samaná, con leche de coco, todo por 1500 pesos (o unos 26 dólares). Bebimos agua de coco fresca, con piquete de ron local, directo de los cocos verdes, a los que se les cortó la parte superior con un machete (300 pesos).

Trae la hielera y relájate

No muy lejos de la península de Samaná, anidada entre dos montañas forradas de vegetación, la arena dorada de playa El Valle ofrecía un sitio para relajarse y pasar horas viendo al sol danzar por el escenario cerúleo del océano Atlántico. En el extremo oeste de la playa, el pequeño pero inmaculado río San Juan —que no debe confundirse con el municipio homónimo ubicado varias horas en auto al noroeste— invitaba a lugareños a chapotear en sus aguas, con sus hieleras llenas de bebidas y botanas.

Delimitada por un dramático muro rocoso que da paso a una franja suave de árboles, el agua constituyó un refugio fresco y tranquilo luego de que nos revolcaran las olas intensas del Atlántico. Los árboles emergentes proyectaban su sombra sobre el río estrecho y somero, que se curvaba con gracia hacia un matorral de verdor esmeralda. Seguí a Manuel, su esposa y sus dos hijos hacia el agua y me sorprendí al descubrir que conocían a la otra familia que estaba pasando el rato ahí, a pesar de que estábamos bastante lejos de Santo Domingo. El grupo se puso a conversar y a contarse los chismes más recientes, mientras los niños competían corriendo entre el río y el mar.

Tan transparente que engaña la vista

Se nos cruzaron mariposas en el camino una y otra vez y varias cabras vigilaban el medio kilómetro de terracería que nos adentraba en el bosque para sacarnos a Hoyo Claro, un cenote cerca del complejo playero de Punta Cana. Una mañana de domingo, el lugar estaba vacío salvo por una familia y la atmósfera era de tranquilidad. Alrededor del cenote, había rocas oscuras, hojas caídas y árboles altos y delgados cuyas raíces parecían crecer y entrar directamente al agua, como dedos que querían agarrarlos. Sus troncos marrones con manchas grises hacían un fuerte contraste con el cian fluorescente del agua.

Me metí poco a poco al agua helada desde un banco de arena, aunque había escaleras, y una vez sumergida, piscardos empezaron a nadar a mi alrededor. Metí mi cabeza y, de pronto, el agua ya no se sentía tan fría.

Traté de nadar hasta el fondo del cenote para tocar las rocas del lecho, pero el agua cristalina puede engañar a la vista: las rocas parecían estar mucho más cerca de lo que estaban en realidad, y no pude alcanzarlas. El agua también distorsionaba la distancia hacia uno de los troncos caídos: sobrestimé lo lejos que este estaba de la superficie y terminé con un moretón en la pantorrilla. Estos mismos troncos también pueden servir de asientos cuando ya te cansaste de nadar o flotar... o si te lastimaste la pierna.

Dar el salto

Mi pantorrilla aún escocía cuando me puse de pie en la plataforma encima de un cenote en la Reserva Ecológica Ojos Indígenas y contemplé saltar al agua turquesa 3 metros debajo de mí, el azul puntuado por las enormes rocas color ámbar que cubrían el lecho de la laguna. ¿Era lo suficientemente profunda? ¿Podría fracturarme una pierna —o peor— contra las rocas? Un turista español se lanzó y, luego, me saludó desde abajo. No le pasó nada.

Aun así, dudé.

Alimentada por el río Yauya, la reserva tiene trece lagunas, en cuatro de ellas se puede nadar y dos tienen plataformas para clavados. Cuando llegué a la primera, la laguna Inriri, la encontré casi vacía y muy silenciosa, excepto por una mujer embarazada que flotaba en calma bocarriba, su cuerpo proyectaba una sombra en forma de cruz sobre las rocas que tapizaban el fondo de la dolina inundada. Las ramas con hojas esmeralda se agachaban sobre el cenote y oscurecían sus orillas. Un sendero bien cuidado conducía a la segunda laguna, donde terminé de pie en la plataforma sobre aquel turista español que me animaba a saltar.

Sin poder resistirlo más, me lancé. Las plantas de mis pies fueron lo primero que golpeó contra el agua helada y, luego, me sumergí por completo. Mis pulmones se agarrotaron por la inmersión tan repentina, salí disparada de vuelta a la superficie y tomé una buena bocanada de aire. El calor y la humedad tropicales me llenaron la boca y, mientras mi cuerpo se adaptaba, me invadió una sensación de absoluta paz. Miré las rocas debajo y las imaginé como fisuras en la tierra. Me acerqué a algo esencial, el origen del mundo o, quizá, de mí misma. Me puse a flotar bocarriba y vi el azul despejado del cielo enmarcado por hojas que, retroiluminadas por el sol, parecían luminiscentes. La luz solar se reflejaba en las ondas del agua y proyectaba líneas onduladas en un árbol que se arqueaba sobre el cenote.

Manuel rompió mi momento de ensoñación. “¡Vamos!”, gritó. “Hay más cenotes que ver”. A regañadientes, nadé hacia las escaleras.

Cuando salí hacia al aire cálido, seguía sintiendo el frío del agua en la cabeza y en la espalda y, por primera vez en mi vida, entendí lo que significa sentir un hormigueo en la columna vertebral. Desde mi nuca, la sensación viajó hasta un punto entre mis omóplatos. El agua se sentía como si tuviera un poder: la fuerza vital de todo un país. Ese hormigueo se quedó conmigo mientras fui a visitar esos otros cenotes con Manuel.

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