FIL Guadalajara 2016: ¿Copión? ¡No te avergüences!
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Cuatro grandes de las letras latinoamericanas charlaron sobre la importancia de las influencias literarias en su carrera y por qué no es malo que identifiquen a otros autores en tus textos
“¿Sabes a quién me recuerdan tus textos? A los de…”. Si te gusta escribir y en alguna ocasión has escuchado esta frase, probablemente un frío te recorrió la espalda y quisiste abofetear del coraje a quien sea que haya osado a dudar de tu originalidad.
Quizá es porque vivimos en una época en la que inmediatamente descartamos algo que nos pareció ver antes, pero durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2016, cuatro autores latinoamericanos reflexionaron sobre su travesía por la búsqueda del estilo propio y los autores que conforman su idea actual de lo que es escribir bien.
Esto durante la mesa redonda ‘La revolución de las plumas’, que moderada por Elmer Mendoza, reunió al narrador y poeta Enrique Jaramillo, al cuentista y ensayista Sergio Ramírez, al novelista Juan Escoto y al periodista Héctor Abad.
Justo al inicio, Mendoza les lanzó la pregunta: “¿en qué momento de su vida como escritores sintieron que se despegaban de sus precursores?”.Así respondieron ellos.
NUNCA
El escritor colombiano Héctor Abad aseguró que él nunca ha sido libre de sus precursores ya que constantemente aspira a escribir tan bien como los maestros que un día le gustaron. Incluso añadió que siempre está en la búsqueda de nuevos autores para considerarlos sus influencias y añadirlos a su pasado.
“Yo creo que los precursores son los que uno imita. El arte durante muchísimo tiempo fue imitativo sin problema, lo que se hacía era imitar a los maestros, por ejemplo un gran artista pictórico de Egipto era aquel que reproducía perfectamente los ideogramas de sus antepasados”, explicó.
Añadió que la noción de querer ser diferente y superar al maestro es algo más contemporáneo de lo que se piensa, pero destacó lo importante que fue la imitación es sus más remota época.
“Empecé a escribir poemas a los 12 años, y más que precursores, yo leía poetas y los imitaba casi sin darme cuenta. Tenía un amigo muy querido llamado Daniel, y en nuestras casas había libros de poesía, entonces leíamos a Neruda y hacíamos muchos poemas como él, o leíamos a Rubén Darío y tratábamos de hacer medidas y versos bien medidos como él”, confesó.
“Uno puede repetir en su pequeña vida un poco de la historia de la cultura tal y como fue y no está mal”, porque considera que está bien comenzar imitando casi literalmente a sus precursores.
Incluso cuando leyó por primera vez a grandes de otras esferas literarias, le sorprendió agradablemente darse cuenta de que ya los había conocido mediante otros autores como Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa.
“No sé si son precursores pero sí influencias, creo que la fuente de lo que uno escribe, al menos para mi , es la experiencia: mi vida, mi familia y luego lo que uno ve y uno lee. Lo que uno lee es más para las técnicas, para saber cómo se puede contar bien una historia. A mi me gustaría escribir como Joseph Roth y nunca he sido capaz, soy más un imitador que alguien que busca la originalidad a toda costa”.
IMITAR Y AVANZAR
Sergio Ramírez recurre a Rubén Darío para concluir, con una frase del poeta, en la que dice que comenzar a escribir es como quien aprende a tocar un instrumento: vas probando de uno en uno hasta que comienzas a dar con el tono propio.
“Cuando doy talleres literarios en Nicaragua, les digo a los jóvenes que no se avergüencen ni se preocupen por ser imitadores cuando comiencen a escribir, porque es un proceso necesario, y forman parte de eso las primeras escrituras que caen en sus manos”, dijo.
El problema para él, es cuando un escritor pretende serlo actuando siempre como un imitador, y recurriendo nuevamente a Darío, “yo percibo una forma que no tiene un estilo”.
“Creo que esa es la lucha por parte del escritor, encontrar su estilo y apartarse del estilo de los damás. Incluso a lo mejor uno consume su vida escribiendo y no logra conseguirlo nunca, pero ese es otro asunto”, señaló.
Lo más importante que hay que recordar, según Ramírez, es que uno tiene que transformar la imaginación en palabras, lo que le representa un proceso maravilloso que requiere de mucho entrenamiento y acercamiento.
BUSCAR Y BUSCAR HASTA INTEGRARSE
Julio Escoto recordó cómo a pesar de que tenía una carrera en letras (lo que lo dotaba de sistematización en literatura española y latinoamericana) le tomó un tiempo tratar de comenzar a explorar sus propios caminos.
“La divagación no me permitía comenzar a escribir con algún tipo de personalidad propia, sino que todo era en general un reflejo de muchos autores, no una copia pero sí una resonancia de lo que acababa de leer y eso afortunadamente no lo publiqué”, bromeó.
Aprendiendo de autor por autor, pronto encontró la motivación cuando llegó a sus manos la revista cultural Mundo Nuevo, un espacio que difundía lo más moderno en habla española del continente latinoamericano.
“Precisamente eran los autores del boom y fue ahí donde decidí comenzar a escribir algo que no fuera una resonancia. Comencé otro tipo de lectura que fue la nueva corriente de literatura latinoamericana que tenía una visión muy distinta que permitia abrir un poco más la mente”, dijo.
Aún así, el no puede decir que se haya alejado de ellos “pues mi admiración es permanente y continúa vigente, como por Vargas Llosa que rompió la hegemonía de las letras españolas al igual que Rubén Darío que previamente dotó de personalidad a la poesía lationamericana frente a la española”.
LOS MAESTROS IMPONENTES
El panameño Rogelio Levi aseguró que no hay mayor influencia en su carrera literaria que la que Salvador Elizondo y Juan Rulfo ejercieron sobre él cuando fue su alumno durante 11 meses en el 71.
“Comencé a escribir a los 17 años con muy pocas lecturas, admiraba un escritor nacional poco conocido fuera de centroamérica, pero lo que realmente me cambió la vida, fue conocer personalmente a Juan Rulfo y tenerlo de maestro de escritura cuando asistí al Centro Mexicano de Escritores”.
Las palabras factas de Rulfo, quien siempre decía exactamente lo que quería decir, apegadas a la conexión de una anécdota bien contada con la reconstrucción creativa del lenguaje que poseía y las enseñanzas sobre cómo desarrollar una prosa que no rimara, sin cacofonía hacían ver a las cosas aparente nimias como un verdadero ejercicio de carpintería sobre el oficio de la escritura.
“El contraste entre Elizondo y Rulfo fue muy importante para mí, se hablaba de castidad en el lenguaje, que ninguna palabra es gratuita ni impune, en que el lector no tiene que pensar en lo que quiso decir el autor, sino que pueden pensar en lo que quieran”, aseguró.