Texto: Adriana Armendáriz Fotografías: Luis Salcedo La luz blanca pega en el rostro de Víctor y le dibuja todavía más arrugas. Aunque parecen esconderse, es seguro que tiene cicatrices: las huellas del oficio. Ya no está frente al reflector, su nombre ya no es anunciado en el micrófono, las ovaciones se esfumaron hace años. Solo quedan él, varios achaques y una oficina desolada.
Sentado en una silla metálica, el administrador de la arena “Obreros del Progreso” habla de sus 44 años sobre la lona, de los campeonatos… de fantasmas.
Los hombros hacia abajo no corresponden con la fuerza de sus palabras. Quizá no es coincidencia que su cuerpo cubra de forma parcial la imagen de la virgen de Guadalupe que está metros atrás. Quizá no es coincidencia que el halo de fuego parezca rodearlo a él.
Sus ojos, lastimados por el cansancio, recorren las grietas de la blanca pared de adobe y luego lo traiciona una sonrisa engañosa. Cae en la cuenta de que en las funciones de hoy, los aplausos del público generan más eco que escándalo en el lugar.
Por tres décadas, Víctor Manuel Martínez Ávalos se ha resistido a que las funciones de lucha libre en este edificio desaparezcan. Aun así la gente va cada vez menos. Las figuras importantes de este deporte ya no se aparecen por acá.
Quién diría que la última lucha de Víctor no sería contra otra persona, sino contra el tiempo, para evitar que la arena llegue a su tercer y última caída.
El apego al ayer
Víctor lleva varios segundos en silencio. Pero no está quieto y sus manos lo evidencian. No ha dejado de moverlas. De pronto habla y confiesa que tiene un orgullo tonto. Recuerda que en esta arena se presentaron grandes figuras de la lucha libre a finales de los años 80 y principios de los 90.
El 411 de la calle Ignacio Allende, en el centro de Saltillo, vio el paso triunfal de La Parka; Cibernético; Cuervo; Blue Panther; Satánico; Último Guerrero; El Dandy; Perro Aguayo y Pierrot. No eran todavía esas figuras de leyenda. Mejor aún: se estaban convirtiendo en ellas.
Pero Víctor nunca llegó a tener esa fama. Se hacía llamar “Costeñito Moy”. Un luchador independiente alejado del imperio de las empresas luchisticas Triple A o el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL).
Entonces como ahora, el mejor ambiente para la lucha es el barrio. De hecho así fueron los inicios de Víctor. De joven vivía en Monclova, Coahuila. Su voz apacible cuenta que una tía lo llevaba a ver las funciones a un gimnasio de la colonia. Quedó fascinado. Quería subirse al ring lo más pronto posible y tirar golpes y hacer saltos.
El recuerdo se interrumpe de tajo. Avanza en el tiempo y frena al llegar a la época en que la Obreros tuvo su mayor audiencia. Justo antes de la fundación de Triple A en 1992.
Entonces en Monterrey se encontraban personajes de élite. Eso abarataba los costos para traerlos a Saltillo. Su solo nombre anunciado en el cartel era garantía de reventar las gradas de la Obreros, con capacidad para unas 500 personas. Con una entrada de 60 pesos por adulto y 30 pesos niño, sería más o menos 22 mil 500 pesos.
Pero esas son, como dicen, viejas glorias. Con las visitas actuales (50 personas en promedio) se saca por función alrededor de 2 mil 250 pesos. Apenas el 10 por ciento de lo que podría ser.
Pero esto no significa que no haya apoyo. En la capital de Coahuila, la lucha libre continúa, sí, pero en otros lugares, con el respaldo de otros promotores. En un evento de Triple A en el Lienzo Charro Profesor Enrique González, la empresa local BRB Pro ha logrado entradas que rondan las 5 mil 500 personas. Comparar las ganancias significa una desproporción enorme.
Las ‘estrellas’ locales dan vida a la Obreros
Con las manos entrelazadas sobre la mesa, Víctor platica que para el cartel de esta semana vienen luchadores de la Sultana del Norte. Lo dice mientras levanta las cejas. Pero esta vez, a comparación de hace 20 años, no son estrellas nacionales.
Quienes mantienen de pie la Arena Obreros son luchadores locales. Sin contrato fijo. Sin seguro de vida. Sin cualquier garantía laboral. Pero no solo Saltillo se enfrenta a esta adversidad. Así es en gran parte del país.
Para la mayoría, presentarse en la Arena México es solo un sueño guajiro.
Y es que además de lo anterior, la batalla también es contra la edad y una industria competitiva, pero cerrada. La búsqueda por ser una estrella de la lona hacen que, con el tiempo, se difumine la posibilidad de lucir en el máximo escenario del pancracio mexicano.
Retomando la realidad de la Obreros, Víctor le a todo un poco. También es supervisor de los entrenamientos. Con voz modesta dice compartir lo poco que sabe con las nuevas generaciones, pero que la chamba es de “Lupe”.
Mientras se seca el sudor de la frente con el paliacate rojo que lleva en la cabeza, “Lupe” (José Guadalupe Martínez Gámez por su nombre completo) explica paciente que “primero se debe aprender a caer, luego vienen las maromas y la lucha técnica”.
Con más de 18 años de experiencia, hoy entrena a más de 20 jóvenes aquí en la Obreros del Progreso.
“Lupe” es otro testigo de los buenos tiempos, cuando tenías que pelear por conseguir un lugar con buena vista al ring.
Sin embargo, lamenta que actualmente no se hagan grandes campañas para anunciar el programa.
“LUCHA LIBRE
ARENA OBREROS
DOM. 24 DE NOV. 4:30 P.M.
LUCHA ESTRELLA
KIKA POO JR.
MONGOL CHINO JR
E HIJO DEL MONGOL VS ZORRO PLATEADO JR.
METEORITO Y TEMPESTAD
LUCHA SEMIFINAL
MINI MONGOL
Y TERREMOTO VS ALADINO Y TORMENTA NEGRA
2 LUCHAS MÁS”
Así se lee en el cartel escrito con marcadores de colores. Está pegado con cinta transparente en un pizarrón de la entrada.
Quizá esto no atrae a un público nuevo. Quienes ya están acostumbrados son los mismos aficionados de siempre. Algunos desde hace más de 20 años. Jorge Bernal de León, por ejemplo. En una función normal, el resto de aficionados son desconocidos, pero él ha hecho amistad con más de uno.
De vuelta con Víctor, este entra y sale de la oficina varias veces com pasos pequeños pero rápidos. Luego sube una escalera y se asoma al cuarto de los luchadores para ver que estén listos.
Minutos después, Vìctor deja atrás las oficinas y vestidores para salir por fin al área del ring.
Ya son las 4:30. Hora de la cita. Pero la gente aún no llega. Apenas se cuentan unas diez personas. Están distribuidas en los niveles de las gradas de concreto color verde. Aunque debería sentirse un ambiente alegre, la desolación es evidente.
Víctor se da una vuelta por donde está su nieto, el vendedor de frituras y refrescos. Anda en sus veintes y se llama Oliver Adrián Martínez Treviño. Más que elegir ser parte de la fauna de la lucha libre, es una herencia familia. Al menos así lo cree.
En eso, una señora llega a la zona del cuadrilátero. Llama la atención porque arrastra una maleta morada de rueditas. Viste un pantalón negro tipo sastre, chaleco del mismo color y una bufanda lila. Se sienta en una esquina de las gradas verdes, acomoda sus anteojos y con sus dedos desenreda las puntas del cabello que le llega a los hombros.
De pronto, de la maleta saca fotografías y las recarga en la estructura de concreto. Desde hace 21 años, María Dolores Fernández Herrera es fotógrafa en la Arena Obreros. Hace retratos posados o toma la foto del recuerdo del niño con el luchador.
Dolores expone su trabajo impreso, por si alguien quiere comprar o solo pasar a ver.
Luego prepara su cámara, ajusta los detalles técnicos y se coloca a un costado del ring. Solo espera la acción. Sus fotos, seguramente, serán de las pocas en relatar cómo se vive actualmente la Arena Obreros.
Comienza la función
Son alrededor de las 5:30. Una hora después de lo pactado para iniciar. En el micrófono una voz anónima y varonil anuncia la tercera llamada.
A comparación de una arena llena, aquí los gritos hacia el luchador no se mezclan entre muchos otros. Se entonan claro, se identifica de quiénes son. Son unos 25 niños de diversas edades y el resto en las gradas son adultos, quizá otros 25.
La euforia se desata. Con bebé en brazos, una joven mamá se pone de pie y le menta la madre a “Mongol Chino Jr”, luchador regiomontano que usa máscara amarilla y mallón negro.
A pesar de las majaderías, el ambiente se cataloga como familiar. Si Víctor organiza la función, aquí no se vende cerveza. Se quiere ofrecer un espectáculo sano, explica el luchador retirado, quien por fin se detiene un poco a ver lo que ocurre en el ring luego de un rondín por la taquilla.
Otro grito se alza en la tribuna: “chingas a tu madre, pinche Piolín”, le dice un señor acompañado por su familia al mismo “Mongol Chino Jr.”. Parece que todos están en su contra, y es que el luchador provocó a la gente con un “ustedes no valen madre”.
El programa consta de cuatro luchas, como tradicionalmente ocurre, las últimas dos son las estelares y es donde suelen presentarse las figuras foráneas.
Entre cada lucha se hace una pausa, los niños se disparan de su asiento y aprovechan para subirse al ring, tratan de replicar alguna pericia que acaban de ver.
Durante la función aparece otro luchador que rebasa los 40 años, a penas entra en el traje. La panza le cuelga y las nalgas le rebasan el calzón. También entra uno más joven, luciendo el abdomen marcado y un mallón que deja ver sus piernas trabajadas en gimnasio.
“Bájalo wey, es de uno contra uno”, le grita un enmascarado desde abajo del ring al réferi. Entre dos le están dando una paliza a su compañero. Está sentado en la lona, uno le tuerce los brazos hacia atrás, mientras el otro le propina patadas.
Durante el golpe, el sonido y el impacto parecen estar desfasados. Realmente no le pega y el ruido proviene del atacante azotando su mano en su propia pierna para provocar el efecto. La falta de sincronía revela el truco, pero eso no le importa al público, es más, ya lo saben. Ellos están metidos en la injusticia del dos contra uno.
Y es que cuando la lucha inicia, hay un pacto entre los luchadores y la audiencia. Y ese pacto es sagrado.
La figura de la tarde fue el luchador acróbata que en cada chance se subió a la tercera cuerda y emprendió el vuelo. También estuvo el “corredor” que se la pasó dando vueltas en el ring evitando el golpe. Los veteranos fueron especialistas en lucha a ras de lona basada en la técnica tradicional del llaveo, cuerpo a cuerpo.
La pelea termina. Los asistentes gritan y se ríen. Parecen felices.
Desde una esquina de la arena, oculto a media luz, Víctor observa todo de pie. Asiente con ligereza. Se jacta en silencio por otra tarde de lucha. Un día más que prolonga la vida de la arena. 36 años de esta hazaña anónima.
Desde ese mismo rincón, recuerda su trayectoria. Recuerda cuando “Costeñito Moy” se retiró del ring aquel 3 de agosto del 2014. Fue por las arrugas, los achaques de rodillas, espalda y demás. Esas cosas que acaban con las carreras de los deportistas.
Si la lucha le enseñó algo a Víctor es que cada caída en la lona tiene un costo y el cuerpo tiene buena memoria.
Puede que ya no tengan la misma habilidad para trepar al ring, pero veteranos como Víctor mantienen intacta su pasión en cada función. No importa que ahora les toque estás tras el telón.