Una mirada al 8M desde el amor: cómo viví la marcha feminista más grande de Saltillo
Esta es una carta de amor a todas y cada una de las mujeres y participantes de la marcha del 8M en Saltillo
La semana pasada perdí la voz. Me quedé afónica. Tenía mucho miedo de no poder gritar este ocho de marzo. Me cuidé la garganta, fui al médico en varias ocasiones porque quería mi voz de vuelta, necesitaba mi voz de vuelta. Esta vez, este día, este 8M más que todos los otros años.
Mi cartel reza: “Somos la voz de las que todavía no pueden hablar”. Y tenía que gritar. Necesitaba prestarle mi voz a esa amiga que me contó su historia; a mi mamá que todavía no entiende por qué está tan enojada; a mi abuela que cuando tenía 14 años se fue con mi abuelo, un hombre de 24; a mis tías; a mis primas; a mí.
Necesitaba prestarme mi voz, porque gritar es lo único que me queda.
El amor todo lo puede, la sorodidad todo lo sana.
A la mañana siguiente del 8M siempre estamos inundados con imágenes en medios y en redes. La misma variación de una imagen: mujeres siendo violentas, mujeres exigiendo y gritando por justicia, mujeres enojadas.
Se quejan de las pintas, de los destrozos, de los daños a los monumentos. Pero nadie cuenta la otra cara, nadie te dice lo protegida y segura que te vas a sentir en la marcha. Nadie te dice que en la sororidad te van a acompañar, que la sororidad también es el abrazo que te brinda una completa desconocida. Nadie te dice lo poderoso que es estar enojada.
Antes, cuando tenía más energía y mi proceso personal no había avanzado tanto como ahora, me la pasaba peleando. Peleaba porque me sentía ahogada, porque durante muchos años no lo hice, porque solía dejarme de todo, porque me hice chiquita toda mi vida para no incomodar a los hombres, porque la violencia machista me arrebató una cosa tras otra, una tras otra, una tras otras. Pero pelear no me daba paz, no me daba tranquilidad, no me hacía sentir menos sola. Pelear solamente me hacía sentir más enojada.
El enojo, el hartazgo, son emociones poderosas. Las marchas del 8M y del 25 de noviembre (por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer) las que hay cada vez que una mujer es víctima de feminicidio en nuestro país.
Los carteles reflejan la furia. “Fuimos todas”, “Nos queremos vivas”, “Fue el Estado”. Y si este miércoles tuvieron la oportunidad de salir a las calles y vernos, entonces pudieron ver nuestro enojo, porque hervimos. La rabia nos consume. La furia es una experiencia colectiva, pero no es lo único que vivimos como un todo. En esa cara que nadie voltea a ver se vive algo todavía más poderoso. En la marcha también vivimos el amor.
Dice protección civil que éramos 5 mil personas en Saltillo. No nos conté, pero se sentía como el mundo entero. Todas gritando por las que nos faltan, aunque no la conozcamos en persona, aunque sea la primera vez que escuchamos su nombre, aunque no sepamos su historia. Todas estamos ahí para proteger, acuerpar, abrazar, ayudar.
Sabes que llegaste a un lugar seguro desde que empiezas a ver carteles y pañuelos verdes y morados. Sabes que estás con tu gente, con las que te van a buscar hasta por debajo de las piedras. Estás con las que te van a escuchar sin juzgarte. Con las que, si pides ayuda, no van a dudar ni un segundo en brindarla.
Sí, todas estamos enojadas, todas estamos indignadas, todas queremos y esperamos y exigimos justicia. Pero ninguna está tan enojada que sea incapaz de abrazar a la otra.
Marchar significa acompañar, no saber qué pasó, pero saber que importa y que vamos a luchar hasta el final porque se consiga justicia. Marchar significa saber que si mañana te toca a ti, al menos 5 mil mujeres te van a buscar hasta el cansancio, van a gritar tu nombre, van a exigir que te regresen como te llevaron: con vida. Al menos 5 mil mujeres van a estar de tu lado incondicionalmente y si eso no es amor, entonces no sé lo que es.
Marché sobre Allende; bajo mis pies, el miedo
Avanzamos por las calles, con los carteles en las manos. Unos dedicados a las víctimas de feminicidio. Otros exigiendo que respeten nuestros cuerpos, exigiendo que nos regresen a nuestras desaparecidas, exigiendo un alto a la gordofobia y a los micromachismos. Cada una desde nuestra trinchera...
Porque el sistema patriarcal no nos oprime igual a todas, aunque sí nos oprime a todos.
Cada cartel fue pensado con detenimiento. Ninguna de las 5 mil mujeres llevó un cartel hueco, que no le significara nada.
Todas escribimos lo que a veces no podemos decir en voz alta. No lo podemos decir hasta que estamos ahí y empiezan las consignas. “Vivas se las llevaron, vivas las queremos”, “Mujer, escucha, esta es tu lucha”, “Hermana, si te pega, no te ama”.
Las consignas te permiten gritar lo que a veces no puedes decir. Las consignas funcionan como reclamo, sí, pero también como grito de auxilio. Las consignas, a veces, son lo único que una víctima puede decir. Aunque sea bajito, aunque sea con miedo, sin atreverse a gritar todavía porque pesa y duele y abruma reconocer el abuso.
Y avanzamos.
Se avanza con el corazón un poco roto, porque después de tantas muertas, no se puede avanzar de otra forma. Y aún así avanzamos con con firmeza, con la certeza de que nos tenemos, que no vamos solas, hoy no.
Todas las que estamos presentes nos distinguimos como hermanas, como amigas de toda la vida. Y si esto truena, la mujer que sea, te va a ayudar. Si necesitas agua, te van a dar; si te duele la garganta de tanto gritar, te van a dar una pastilla; si necesitas que te tomen de la mano, te la van a sostener.
Nadie te va a preguntar por qué, te respetan lo suficiente para saber que tu historia es tuya y que tú serás la que defina cuándo, dónde y cómo la cuentas.
Este año, 2023, la marcha cambió de ruta. Normalmente le dábamos una vuelta al centro, pero ya no cupimos. Éramos demasiadas. Somos muchas.
Recuerdo la primera vez que fui a una reunión por el 8M. Creo que fue en 2017 y éramos a lo mucho 30 mujeres en la plaza Nueva Tlaxcala. Sí, 30 mujeres contando nuestras vivencias, leyendo poesía y abrazándonos la una a la otra. Ahora fuimos el mundo entero. Somos el mundo entero. El mundo.
Llegamos al paso a desnivel que une el bulevar Venustiano Carranza con Allende y ahí fue donde todo salió.
La rabia, la frustración, la impotencia, el hartazgo. Todo salió como un grito. Sin consignas. Sin palabras. Porque a veces, y perdonen mi ñoñez, solo las interjecciones son suficientes para expresar lo que sentimos.
Un grito fuerte, prolongado, liberando, purgando, exorcizando nuestro dolor y nuestras penas y nuestro cansancio.
Cansadas de que todos los días asesinen 10 mujeres en México. Cansadas de no poder salir con calma a las calles. Cansadas de tener miedo. Cansadas de tenernos que cuidar entre nosotras. Cansadas de mandar nuestra ubicación. Cansadas de tener que explicarle a nuestras amigas cómo vamos vestidas por si acaso nos pasa algo. Cansadas de que ni en nuestras propias casas, ni con nuestras propias familias, estamos seguras.
Perdí mi voz (de nuevo), pero ahora estoy sana
El grito se lo llevó todo. Dejó todo. Porque así lo quisimos. Gritamos para sanar. Yo grité para sanar, para liberar, para despedirme, para abrazar, para acompañar, para decir: “aquí estoy, te escucho, me importa”.
Salimos de debajo del puente como las hormigas, acompañadas de “la que no brinque es macho”. Y si antes ya me sentía unida a estas mujeres, ahora siento que somos una sola.
Porque esa experiencia, ese grito nos volvió una. Una sola voz. Fuerte. Molesta. Llena de rabia. Dispuesta a pelear hasta el fin. Una.
La voz nos envolvió. Nos abrazó. Nos cargó por un momento y entre nosotras, sin tocarnos, sin articular consignas, supimos, supimos que ese momento nos seguiría el resto de nuestra vida.
Porque el mundo entero, que son estas mujeres, te acompaña y el sentirse acompañada es poderoso. Me sentí poderosa.
Yo no sería nada sin la compañía.
Las amigas te salvan todos los días (este paréntesis es para las mías: gracias).
A veces lo único que necesitamos para sentirnos fuertes es una mano que te sostenga, alguien en quien apoyarte, alguien que te escuche sin juzgar.
Y eso es lo que nunca falta en el 8M. Siempre, aunque vayas sola, estás acompañada.
Al llegar al centro retumba la “Canción sin miedo”. Y se me llenan los ojos de lágrimas, porque no puedo imaginar la desesperación, el dolor, la asfixia.
Porque hay muchas mujeres cantando. Todas igual de rotas, igual de enojadas, igual de dolidas por todas y cada una de las mujeres que nos faltan.
Las voces unidas siempre me van a hacer llorar. Nosotras como un todo, como una unidad. Siempre me va a romper. Porque te reconoces. Te ves en la otra y no sabes cómo agradecer que todas esas mujeres estén dispuestas a pelear por ti.
México es feminicida. El gobierno minimiza nuestras muertes todos los días. Todos dicen que nos oyen, pero nadie nos escucha, excepto entre nosotras.
La marcha sigue. Levantamos la mano para decir silencio. Nos sentamos todas en el piso y aclamamos el nombre de un infante perdido. Nos unimos al grito de “No estás sola”, porque no lo estás, nunca lo estás.
Las mujeres vamos a pelear por las nuestras hasta el hartazgo, siempre.
El problema con mi garganta es mi incapacidad de toser lo suficientemente fuerte para escupir y sacar lo podrido.
Al terminar la marcha, ya de noche, al llegar a mi casa, con la voz un poco ronca, la tos vino. De pronto ya había sacado todo lo que no servía. Cada grito de justicia, cada consigna, cada vez que grité desde el fondo de mi garganta y sentí que me corría sangre por las anginas, cada vez que alcé la voz, me purgó.
Gritar me sanó.
Hoy mi voz sigue un poco perdida. Algo ronca. Pero mi garganta ya no se siente amordazada. Anoche, un grupo de mujeres me devolvió la voz
Gracias.
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