Enrique Garza Cepeda, el piloto coahuilense que voló miles de horas dominando los cielos
Esta es una historia sobre sueños, amor, talento, y de cómo una pasión como la aviación puede darte gloria y dolor
Enrique Garza Cepeda no voló por los cielos, los dominó. Era un hombre de acciones y decisiones expeditas, como lo exige la aviación.
Reservado y silencioso, pero con la mente siempre activa, desde su infancia tuvo clara la vocación. Y cuando vio su sueño alejarse, se apresuró tras de él costara lo que costara.
Nació en Arteaga, Coahuila, el 18 de febrero de 1918. Tras la secundaria y preparatoria en el Ateneo Fuente de Saltillo, inició estudios de Ingeniería Eléctrica en la Universidad Autónoma de México (UNAM).
Aunque le gustaba la profesión, ese anhelo era más de su papá, que propio. Entonces, Enrique se postuló para ingresar a la Escuela de Aviación Cinco de Mayo, en Puebla.
Pronto dejó la UNAM y comenzó sus cursos en la escuela militarizada y manejada por la Fuerza Aérea Mexicana. Parecía que el sueño empezaba a tomar forma, pero había un detalle.
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Nunca le dijo a su padre, el doctor Enrique Mariano Garza Carbajal, sobre su cambio de carrera, y cuando se enteró, le cortó el suministro de dinero como estudiante.
El doctor Enrique Mariano era de disciplina férrea. Tras la muerte prematura de su esposa Inés Cepeda De La Fuente, él se encargó de todo, incluyendo la educación de los hijos.
Enrique se mantuvo firme en ser aviador y para solventarse, participó como extra en películas junto a su amigo, el actor Roberto Cañedo.
Además, se hizo de empleos casuales dando mantenimiento eléctrico los fines de semana en Ciudad de México. Luego volvía a Puebla a estudiar.
HOMBRE EN LAS NUBES
Graduado como piloto aviador, su licencia comercial fue marcada con el número 1294, cifra que refiere la cantidad de pilotos aviadores existentes en México a mediados del siglo pasado.
Más tarde, también concretó su licencia de instructor, de vuelos por instrumentos y vuelo para bimotores.
Después de ausentarse durante su etapa de estudiante, Enrique regresó a sus tierras y se presentó con su familia vistiendo el uniforme de piloto de gala.
Para esa época, la relación padre e hijo estaba resuelta y ahora Enrique era un entregado a la aviación de tiempo completo y en diversas facetas.
Desde ofrecer paseos para civiles junto con su primo Héctor, quien fungía como “taquillero”, hasta haber conformado el Estado Mayor Presidencial.
Entusiasta y comprometido, otro de sus grandes actos fue enlistarse en el Escuadrón 201 en la Segunda Guerra Mundial. Como parte de la Segunda Reserva, no tuvo participación activa.
Conocido fraternalmente como “El Güero” o “Capitán Garza”, también se dedicó a la comercialización de grasas industriales y a la fumigación de campos.
Esta última, una labor considerada como de alto riesgo por las maniobras que debía hacer con la aeronave y por la exposición que tenía a los químicos, en ese entonces no regulados.
Como su currículum deja ver, fue hombre de servicio y en lo personal no era la excepción. En numerosas ocasiones brindó vuelos a amigos en circunstancias extraordinarias.
Una anécdota compartida por Raymundo de la Cruz, recuerda la ocasión en la que el Capitán Garza lo trasladó de urgencia por avión para ver a su nieto, delicado de salud.
‘PAPÁ VA A ATERRIZAR’
Enrique se casó a los 33 años con la profesora Irma Melo García. Así como a él lo conquistó el azul del cielo, a ella la atrapó el azul cielo de los ojos que caracterizaron a “El Güero”.
Tuvieron cuatro hijos: Enrique José, Víctor Manuel, Jaime Antonio y Gerardo. Conforme la familia creció, todos se adentraron en el mundo de la aviación de una u otra manera.
Irma siempre conoció el plan de vuelo y por eso dejó todo, incluida su pasión por la enseñanza, para apoyar a su esposo en la aviación y ponerse a disposición de los cuidados del hogar.
La cotidianidad: los hangares, mecánicos, aeropuertos y el particular sonido de los motores. Cuánto fue el involucramiento y pasión transmitida, que la familia desarrolló códigos.
Cuando se escuchaba el avión de Enrique sobrevolando la casa, era la señal de que requería ayuda para el aterrizaje, entonces la familia se activaba.
Se movilizaban al aeropuerto con una camioneta, en la cabecera de la pista colocaban 10 boyas de acero de cada lado, las llenaban de petróleo, estopa y las encendían.
Las luces de la camioneta ayudaban con la iluminación y de esta manera marcaban el camino, en un tiempo donde no existía la tecnología para iluminar las pistas.
Minutos después, Enrique estaba en tierra. Los hijos se apresuraban a recoger todo, subían a la camioneta y se movían al hangar, donde su padre ya los esperaba para volver a casa.
EL DOLOR DE VOLAR
Si bien la familia Garza Melo cimentó en la aviación una de sus grandes pasiones, también se topó con una tragedia que los sacudió.
Durante su carrera, Enrique estuvo acostumbrado a hacer vuelos de búsqueda y rescate, pero el más doloroso implicó ir por los restos de su hijo Victor Manuel.
El 18 de marzo de 1980, Víctor, el doctor Mario Castro, entonces rector de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro (UAAAN) y otros dos investigadores, sufrieron un accidente fatal.
Ocurrió en Huamantla, Tlaxcala, durante uno de sus muchos viajes a campos experimentales, con motivo de las investigaciones que desarrollaron para el maíz.
Aquella vez una falla mecánica los obligó a planear la aeronave, pero no lograron llegar al sembradío donde buscaban estar a salvo.
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LA GLORIA EN EL AIRE
En contraparte, algunas de las satisfacciones más grandes que tuvo Enrique también vinieron de la aviación.
Le dieron dos medallas de oro “Emiliano Carranza”, una por 15 mil horas de vuelo y otra por 20 mil. El más alto honor que puede registrar un piloto.
El 10 de abril de 1958 lo nombraron Comandante Honorario del Aeropuerto Plan de Guadalupe.
Voló con empresarios, políticos y ex gobernadores como Raúl Madero González, hermano de Francisco I. Madero, y don Enrique Martínez y Martínez.
Lo invitaron a la política, como alcalde de Arteaga o diputado en el Congreso Estatal, pero nunca fue de su interés inmiscuirse en ese tema.
Su pasión fue el cielo, siempre, y enseñarle a otros lo que eso significa. Por eso fue instructor.
Uno de los actos memorables de su enseñanza era cuando apagaba el motor y cortaba el combustible. El aprendiz debía resolver.
Las experiencias y anécdotas se fueron transmitiendo por quienes las vivieron junto con Enrique. Él no hablaba de sus vuelos, ni de a quién transportaba.
Serio y siempre cordial. De carácter firme y fuerte, solo era necesario verle los ojos para que el semblante hablara.
Estuvo enfermo dos años, los diagnósticos indican que la exposición a los químicos de la fumigación tuvieron relación. Murió en enero de 1989.
Ahora, seguramente está en el cielo platicando con su hijo Víctor, que además de ser biólogo también fue piloto. ¿De qué hablarán? Sin duda, aviones.
*Agradecimientos especiales a Gerardo Garza Melo.
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