EAST LONDON, SUD.- El año pasado, incluso mientras miles de personas murieron y millones más se quedaron sin trabajo cuando la pandemia de COVID-19 se apoderó de Sudáfrica, Thembakazi Stishi, una madre soltera, logró alimentar a su familia con el apoyo constante de su padre, un mecánico en una planta de Mercedes-Benz.
Cuando llegó otra ola de COVID-19 en enero, el padre de Stishi se contagió y murió en cuestión de días. Ella buscó trabajo —incluso fue de puerta en puerta a ofrecer sus servicios de limpieza doméstica por 10 dólares— sin éxito. Por primera vez, sus hijos y ella se están yendo a dormir con hambre.
“Trato de explicarles que nuestra situación es diferente ahora, que nadie tiene trabajo, pero no lo entienden”, dijo Stishi, de 30 años, mientras su hija de 3 años jaloneaba su blusa. “Eso es lo más difícil”.
La catástrofe económica que detonó al COVID-19, ahora bien entrada en su segundo año, ha afectado a millones como la familia de Stishi que ya vivían al día. Ahora, en Sudáfrica y muchos otros países, más y más gente ha llegado a su límite.
Este año, se prevé que un estimado de 270 millones de personas enfrenten una escasez de alimentos que podría costarles la vida —en comparación con 150 millones antes de la pandemia— según un análisis del Programa Mundial de Alimentos, la agencia de combate contra el hambre de las Naciones Unidas. El análisis reveló que la cifra de personas que están al borde de la hambruna, la fase más grave de una crisis del hambre, se disparó a 41 millones este año en comparación con la del pasado, de 34 millones.
El Programa Mundial de Alimentos hizo sonar más la alarma la semana pasada en un informe conjunto con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, que advertía que “se prevé que los conflictos, las repercusiones económicas del COVID-19 y la crisis climática provoquen niveles más altos de inseguridad alimentaria grave en los próximos cuatro meses en 23 regiones críticas”, la mayoría en África, pero también en Centroamérica, Afganistán y Corea del Norte.
La situación es espacialmente desoladora en África, donde ha habido un repunte de nuevas infecciones. En meses recientes, las organizaciones de asistencia humanitaria han hecho advertencias sobre Etiopía —donde la cantidad de personas afectadas por el hambre es más elevada que en cualquier otra parte del mundo— y el sur de Madagascar, donde cientos de miles están acercándose a la misma condición tras una sequía sumamente despiadada.
“Jamás había visto que las circunstancias fueran tan desfavorables a nivel mundial como lo son ahora”, dijo Amer Daoudi, director sénior de operaciones del Programa Mundial de Alimentos, para describir la situación de seguridad alimentaria. “Por lo general, hay dos, tres o cuatro crisis —como conflictos y hambruna— a la vez. Pero ahora estamos viendo una cantidad bastante considerable de crisis en desarrollo al mismo tiempo en todo el planeta”.
En Sudáfrica, que suele ser una de las naciones con mayor seguridad alimentaria del continente, el hambre ha arrasado todo el país.
En el transcurso del último año, tres olas devastadoras del virus han cobrado la vida de decenas de miles de proveedores de familia, dejando a sus sobrevivientes sin posibilidades de comprar alimentos. Los cierres de las escuelas durante meses eliminaron los almuerzos gratuitos que alimentaban a alrededor de 9 millones de estudiantes. Un confinamiento estricto impuesto por el gobierno el año pasado forzó el cierre de locales informales de alimentos en los municipios, por lo que algunos de los residentes más pobres del país tuvieron que viajar más lejos para conseguir víveres y comprar en supermercados más costosos.
Se calcula que unos 3 millones de sudafricanos perdieron su trabajo, lo cual llevó la tasa de desempleo a un 32.6 por ciento, una cifra récord desde que el gobierno empezó a recabar datos trimestrales en 2008. En las zonas rurales del país, las sequías que llevan años han acabado con el ganado y socavado los ingresos de los granjeros.
El gobierno sudafricano ha proporcionado algo de apoyo, pues brindó subsidios de 24 dólares al mes el año pasado, además de otras prestaciones sociales. Aun así, para finales del año, casi el 40 por ciento de todos los sudafricanos estaba en situación de hambruna, según un estudio académico.
En Duncan Village, el municipio en expansión en la provincia del Cabo Oriental, los sustentos económicos de decenas de miles de familias han sido destruidos.
Antes de la pandemia, el bullicio reinaba en el mar anaranjado y cerceta de chozas de metal corrugado y casas de hormigón todas las mañanas mientras los trabajadores abordaban pequeños autobuses con dirección al centro de la ciudad cercana de East London. Como polo industrial para plantas de montaje de automóviles, fábricas textiles y procesadoras de alimentos, la ciudad ofrecía empleos estables e ingresos constantes.
“Siempre tuvimos lo suficiente… teníamos bastante”, afirmó Anelisa Langeni, de 32 años, sentada a la mesa de la cocina en la casa de dos habitaciones que compartía con su padre y su hermana gemela en Duncan Village.
Durante casi 40 años, su padre trabajó como maquinista en la planta de Mercedes-Benz. Para cuando se jubiló, había ahorrado suficiente dinero para construir otras dos casas unifamiliares en su terreno, unidades de alquiler que esperaba les brindaran a sus hijas algo de estabilidad financiera.
La pandemia terminó con esos planes. A unas semanas del inicio del primer confinamiento, los inquilinos perdieron sus trabajos y ya no podían pagar la renta. Cuando Langeni fue despedida de su empleo como mesera en un restaurante de mariscos y su hermana perdió su trabajo en un local popular de pizza, ambas empezaron a depender de la pensión de su padre, de 120 dólares al mes.
Luego en julio, él enfermó, con tos y fiebre, y murió camino al hospital, presuntamente de COVID-19.
“Cuando me lo dijeron, no podía respirar”, relató Langeni. “Mi padre y todo lo que teníamos, todo, se había esfumado”.
Unos 321 kilómetros al oeste, en la región de Karoo, los estragos de la pandemia se han exacerbado por una sequía que ya va para su octavo año y ha transformado un paisaje otrora colmado de exuberantes matorrales verdes en un desierto gris y cenizo.
De pie en su granja de 971 hectáreas en la meseta de Karoo, Zolile Hanabe, de 70 años, ve que su ingreso no es lo único que se está agotando. Desde que tenía unos 10 años y su padre fue obligado por el gobierno del apartheid a vender las cabras de la familia, Hanabe se decidió a tener una granja propia.
En 2011, casi 20 años después del final del apartheid, usó los ahorros de su empleo como director escolar para arrendar una granja. Luego compró cinco cabezas de ganado y diez cabras Boer, o caprinas, la misma raza que su padre había criado. Pastaban en los matorrales y bebían de un río que atravesaba la propiedad.
“Yo pensaba que esta granja iba a ser mi legado, que se la heredaría a mis hijos”, comentó.
Pero para 2019, seguía alquilando la granja y conforme se intensificaba la sequía, el río se secó, los matorrales se marchitaron. Compró pienso para mantener a los animales vivos, por un costo de 560 dólares al mes.
La pandemia agravó sus problemas, dijo. Para reducir el riesgo de infección, despidió a dos de sus tres trabajadores. Los vendedores de pienso también recortaron su plantilla y aumentaron sus precios, lo cual limitó aún más su presupuesto.
“Tal vez era posible que sobreviviera a una de estas crisis, ¿pero las dos?”, dijo Hanabe. c.2021 The New York Times Company