La rebelión de las sotanas: Cura se decepciona con arzobispo

Nacional
/ 30 enero 2016

Sacerdotes que defienden derechos de indígenas y migrantes acusan que ‘hay racismo, clasismo e ignorancia en la Iglesia

Ciudad de México. Es casi la medianoche y el calendario marca 23 de septiembre de 2015. Tres migrantes hondureños acaban de ser heridos de bala por guardias de seguridad de una empresa ferroviaria en un oscuro paraje situado entre las comunidades de San Nicolás y Bordo Blanco, en Tequisquiapan, Querétaro. 

Los heridos fueron llevados a un hospital, pero otros 37 migrantes —entre hombres, mujeres y adolescentes— quedaron desamparados al ras de las vías de un tren de carga parado. En su ayuda acudieron el clérigo Mario González Melchor y Martín Martínez Ríos, un ciudadano común. Ellos son los fundadores de la Estancia del Migrante González y Martínez, y esa noche llevaron alimento, café y cobijas al grupo de personas. 

Desde hace 15 años, González Melchor y Martínez Ríos realizan una labor que ninguna instancia pública, privada o religiosa lleva a cabo en Querétaro, y pocas en el resto del País: obsequiar alimento, medicinas, a veces alojamiento, asesoría legal y orientación sobre rutas de riesgo a migrantes nacionales y centroamericanos que sufren de interrupción de tránsito mientras viajan a bordo de trenes cargueros que suben por el territorio nacional hacia la frontera norte. 

Trabajo desde abajo 

Hay clérigos que no van a ninguna parte sin la sotana, pero el cura Mario González Melchor sólo la porta para oficiar misa en su parroquia, la de San Francisco de Asís, situada en Colón, Querétaro, y de inmediato vuelve a la ropa de calle. 

Tiene un talante llano y espontáneo que le ha ayudado a enfrentar muchas contrariedades como segregación, exclusión y amenazas. 

Su más doloroso desencanto, explica, ha sido darse cuenta del despotismo con el que muchos de sus colegas perciben la causa que él protege: los derechos humanos del migrante. 

“Muchos sacerdotes ven a un migrante y de inmediato sienten miedo, lo ven sucio, maltratado, que habla diferente. Entonces le dan 20 pesos y le dicen: ‘Ten, pero no vuelvas’. Creo que esos colegas se han apartado ya de la base cristiana: ayudar al forastero”, comenta. 

Cuando escucha los remilgos de muchos curas, González suele cuestionarlos con paciencia: “A ver, ¿qué busca en nuestro pobre México un migrante centroamericano? Sólo llegar a EU. Así pues, sólo te piden un poquito de comida, un poquito de ropa. Caracho, padre, abre tu despensa. Tienes en tu presupuesto un grupo de apoyo social. Úsalo. No importa que no tenga identificación o te dé un nombre falso. Ayúdalo. Que si está herido, que te puede comprometer, que te puede matar. Pues si te mata, que no lo creo, ¿qué importa? ¿No se supone que juraste que tenías que darlo todo? ¿No se supone que estamos todos en pos del mismo reino? 

“Hay clasismo, racismo y, por supuesto, ignorancia entre mis hermanos sacerdotes”, califica este clérigo sui géneris, quien en compañía de Martín ha pasado 15 años de su vida buscando abastecer mediante donativos la despensa de su estancia. “Es muy complicado convencer a mis hermanos sacerdotes: algunos te dicen que te van a apoyar, pero sólo de palabra”, afirma. 
González sabe de lo que habla porque se asume como migrante desde que nació. “Mire, soy de la Ciudad de México, de madre poblana y padre queretano, con raíz indígena. Hace 40 años fui un niñito chilango en Querétaro, donde nadie quería jugar conmigo (...) Como cura de Huimilpan, hace 15 años, migré a Ohio para atender a jornaleros hispanos, pero no conté con que estábamos ubicados entre 31 grupos racistas y a sólo un kilómetro de la sede del KuKluxKlan. Evidentemente, me vieron chaparrito, moreno e indígena, así que fui expulsado con infamias. Regresé a Querétaro y pues le conté lo que ha sido mi mayor lucha: con mis hermanos sacerdotes”, dice. 

‘Me decepcionó el arzobispo’ 

El rostro del sacerdote José Martín Hernández Martínez no llama a la alegría; sus movimientos son tensos y la mirada parece desbordada por acontecimientos de los que aún no se recupera: fue obligado a renunciar a su parroquia, a distanciarse de amigos que había ganado en Huitzilan de Serdán, población de la sierra norte poblana donde, dice, “reina el autoritarismo, la corrupción y la violencia”, además del flagelo aceptado por la Secretaría de Desarrollo Social: “pobreza moderada, de 38%, y extrema, de 53%”. 

Cuando Hernández llegó a finales de 2012 a Huitzilan, para hacerse cargo de la parroquia de Santiago Apóstol, su primer reto fue aprender macehuatl, la lengua del pueblo. No le resultó difícil, debido a su experiencia previa de 10 años en comunidades indígenas de Puebla y del Estado de México, y su doble origen autóctono: su madre fue indígena ñähñuh y su padre campesino de esa misma serranía. 

Pero su segunda meta le resultó fallida: convivir con su vecino, el edil priísta Manuel Hernández Pasión, así como con Adalid Córdoba Muñiz, representante de Antorcha Campesina, organización política que desde 1984 tiene a esa plaza como uno de sus mayores bastiones de poder en el país. 

Su temperamento, hosco ante el poder; su decisión de dar misa en lengua indígena, sus anhelos de cambiar el entorno de pobreza e ignorancia que lo rodeaba, así como las críticas que desde el púlpito y en otros foros emitía frente a los abusos contra la población indígena que, a su juicio, practicaba en la región Antorcha, desencadenaron presiones de la autoridad municipal y la eclesiástica. 

Un regaño telefónico del arzobispo de Puebla, Víctor Sánchez Espinoza, le hizo presentir a Hernández que sus días como párroco de Huitzilan estaban contados: “¿No te das cuenta que te estás enfrentando con una organización muy poderosa? Te prohíbo dar declaraciones a la prensa. Si quieres, dalas, pero te atienes a las consecuencias. Dedícate a tu ministerio. Tienes mi respaldo, pero ya cállate”. 

Hernández dice haber sufrido una enorme decepción tras la reprimenda, pero decidió ignorar lo que le pareció una intimidación. 
“Pensé: este hombre vive metido en una burbuja de cristal, muy lejos de la realidad. ¿Le tiene miedo a los problemas? ¿Le tiene miedo a la libertad? ¿Le tiene miedo al futuro? Le debo respeto y obediencia, pero ese espíritu de miedo con que me habla no viene de Dios. Para un sacerdote con convicciones, resulta muy difícil vivir el ministerio a plenitud, pues se siente jaloneado por dos lealtades: quedar bien con la institución eclesiástica que representa o con el pueblo de Dios, que también representa”. 
¿Intentó convencerlo?- se le pregunta. 

“Quise replicarle, y sólo me repitió varias veces: “Tú dedícate a tu ministerio”. Pero aquello significaba hacer de mi parroquia una estación de servicios religiosos; como si se tratara de una tiendita de cosas sagradas, decirle a la gente lo que le gusta oír, aunque no le ayudara a afrontar la vida de manera responsable. 

Y fue así que en una carta enviada al arzobispo, Hernández le dijo que no callaría: 

“…quisiera compartirle mis reflexiones: el pueblo de Huitzilan de Serdán es un pueblo secuestrado por los antorchistas. Si ese ‘no te metas con ellos’, quiere decir: no te involucres, no tenga cuidado: Dios me libre de enredarme con esa organización de criminales, que detrás de la bandera de la supuesta ideología marxista-leninista ha amasado cuantiosa fortuna fomentando la ignorancia en los indígenas. 

“…me va usted a perdonar, o me quitará las facultades ministeriales para ejercer dentro de su territorio, porque si yo oigo y veo graves atropellos contra la dignidad de las personas, acudiré adonde sea necesario, a presentar las denuncias correspondientes (...) No es que yo les busque pleito, simplemente quiero vivir mi ministerio a plenitud. ¿Qué pastor guarda silencio cuando el lobo devora a sus ovejas, o hace compadrazgo con el lobo?”. 

Hernández siempre estuvo consciente del poderío del grupo al que se enfrentaba, y sabía que el arzobispado enviaría a otro sacerdote a hacerle competencia, como ocurrió a principios de 2015. Pero hasta el día de su renuncia, en julio de ese año, no modificó su discurso “incómodo”. 

“Si me va a costar el ministerio, que me cueste. La pobreza en Huitzilan es una amarga realidad (...) Antorcha dice estar luchando contra la pobreza, pero en la realidad está lucrando con la pobreza”. 

‘Solamente distintos’ 

“Ni rebeldes ni disidentes, solamente distintos”, así es como se definen los sacerdotes Mario González Melchor y José Martín Hernández Martínez, ambos nacidos en la Ciudad de México, con trayectorias que promedian 20 años de trabajo en las comunidades que les fueron asignadas. 

Como consecuencia de sus discursos y acciones, “por no ser padrecitos cómodos”, ambos clérigos han enfrentado distintas formas de exclusión en sus diócesis, discriminación y estigmatización entre sus greyes, así como persecución y violencia de grupos políticos que se han sentido afectados en su sensibilidad o intereses. 

Trabajan por separado, pero asumen que pertenecen a una corriente minoritaria del clero mexicano: González labora en el semidesierto y valle central de Querétaro en favor de los migrantes; Hernández, en la sierra norte de Puebla, en apoyo a los derechos indígenas. Entrevistados, aseguran no ir en pos de ninguna revolución civil, sino apenas buscar que su iglesia “recupere el rumbo y no se aparte de la base cristiana: dar de comer al hambriento, instruir al ignorante, despertar las conciencias...” 

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