Los delirios del poder (o no poder)

Opinión
/ 2 octubre 2015

Mario Zumaya/El Universal

¿Qué es delirar? Delirar tiene su origen en el latín delirare que quiere decir salirse del surco, abandonar el camino, el sendero.
Por supuesto que en sentido metafórico ya que el surco, el camino o el sendero, lo es el del pensamiento lógico o razonable en los términos de una mayoría de individuos y dentro de los parámetros de normalidad de una cultura dada. Dicho de otra manera: dentro de nuestra cultura alguien que se sienta, piense y actúe como Napoleón I es, claramente, un sujeto delirante; alguien que diga que es perseguido por los marcianos y que actúe con enorme suspicacia y permanentes sospechas también sería tachado de delirante.

El delirio o idea delirante debe cumplir otros requisitos para ser considerada como tal: ser una idea firmemente sostenida pero con fundamentos lógicos inadecuados; debe ser incorregible con la experiencia o con la demostración de su imposibilidad.
En el delirio el sujeto queda desconectado de la experiencia concreta; prescinde de las relaciones que estructuran los hechos del mundo real, sustituyéndolas por relaciones delirantes, lo que le impide actuar efectivamente sobre su circunstancia y, a su vez, ser modificado por ella.

¿Quiénes deliran? Los que tienen, desde un punto de vista psicológico, enormes carencias permanentes o transitorias: (1) dificultades para explicarse sensaciones extrañas; (2) atribuir y culpabilizar a los otros, a la vida, a la realidad, de su necia negativa en no comportarse como uno lo desea; (3) anomalías o incapacidad en la comprensión de los estados mentales de los demás o para imaginar cómo es que se sienten; y, (4) de manera imprescindible y central en la formación y mantenimiento del delirio, una enorme y abrumadora necesidad emocional de seguridad en una circunstancia dada.

Como espero que se aprecie, después de leer el párrafo anterior, cualquiera de nosotros podría entrar en estados o procesos delirantes. Podrían entrar los que no tienen nada, los desposeídos, los que no pueden actuar o modificar sus circunstancias. Entran, siempre, los que lo tienen todo: poder, riqueza, influencia, cuando no pueden forzar a la realidad a que se comporte como lo quieren. Repito: cuando no pueden.

Los sujetos que se encuentran en la cima del poder están, por definición, aislados. Rodeados, además, por una mayoría de sujetos que les mienten y sólo les dicen lo que los poderosos quieren oír. Así, cuando alguien les dice la verdad lo oyen pero no lo escuchan, como ocurre en la tragedia shakesperiana entre el Rey Lear y su bufón.

Las circunstancias de nuestro país son extraordinariamente difíciles, lo han sido los últimos 42 años si tomamos como inicio de la debacle el inolvidable 1968.

Hemos estado desgobernados por sujetos que, muchas veces, han vivido en francos estados delirantes. El sistema presidencialista los produce irremediablemente al no existir contrapesos institucionales al enorme poder que detentan y, elemento indispensable, el muy mexicano (para no hablar del resto de Latinoamérica) sistemático e irreflexivo sometimiento a la autoridad, herencia funesta de nuestro pasado indígena y colonial. ¿Cómo ayudar al poderoso? El ideal democrático es la medicina, al hacer que la opinión de cada uno sea tan valiosa como la de cualquier otro elimina la acumulación excesiva del poder, pero es eso, un ideal.

Supongo, sólo supongo, que hay que hacer ver al poderoso que una parte esencial de serlo implica escuchar, que no sólo oír, a sus asesores. En especial a aquellos que disientan de sus opiniones. Los que siempre están de acuerdo son los que, en verdad, son peligrosos y justifican una sana sospecha.

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