La gula, el segundo pecado mejor

Opinión
/ 3 junio 2025

El cabrito que ofrecía don Toño Ramos en ‘El Chorro’ se hacía al horno... Les ponía don Toño un adobo secreto que enriquecía el sabor de aquella tierna carne lechal, de chivitos que en su vida llegaron a comer hierba

He probado en mi vida magníficos cabritos, preparados en muy diversas formas. La fritada que hacía la amada eterna era insigne, digna de un cardenal. ¿De un cardenal? No: de un pontífice. Y renacentista ese Papa, por más señas. El cabrito guisado que se come en la otrora Villa de Santiago, hoy Santiago a secas, es riquísimo. El que ofrece Lalo Cárdenas en “El Chivatito” no tiene parigual.

En el Potrero de Ábrego lo comemos en manera que en ninguna otra parte he visto nunca. El cabrito, sacadas ya sus vísceras, es envuelto en su propia piel, que se anuda por las patas del animalito y se pone entre las brasas del fogón. Ahí se va cocinando lentamente durante la noche hasta quedar como una especie de barbacoa. Platillo tan exótico y sabroso no conoció en sus tiempos Savarin.

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Otras maneras conozco de preparar el cabrito: en salsa de tomate; en rollo; adobado... Todos esos modos, suculentos, añadidos a las muchas galas de la gastronomía saltillera y coahuilense, ayudarán de seguro a desmentir la calumniosa especie –yo mismo he difundido la mentira– según la cual la cocina de Coahuila tiene tres platillos típicos: carne asada término medio, tres cuartos y bien cocida.

El cabrito que ofrecía don Toño Ramos en “El Chorro” se hacía al horno; un gran horno de leña parecido al del “Merendero Saltillo”, otro lugar preclaro de nuestra ciudad. Uno igual vi en Segovia, en el restorán de Cándido, cuyo nombre va tan unido al de los lechones como el de Roma a Rómulo.

Pero aquí se habla de cabritos. Les ponía don Toño un adobo secreto que enriquecía el sabor de aquella tierna carne lechal, de chivitos que en su vida llegaron a comer hierba. Más de siete décadas han pasado ya, y queda todavía en mi memoria el sabor de aquellos beneméritos cabritos que en “El Chorro” servía don Antonio Ramos. Por eso permítanme ahora ustedes hablarle a mi memoria y decirle estas palabras, muy sentidas:

“¡Bendita memoria mía! ¡Loada seas porque supiste olvidar la maldecida regla de tres simple, y el interés compuesto, y en cambio conservaste para mí el recuerdo de aquel excelso platillo campesino! Gracias por olvidar lo deleznable y no olvidar jamás lo inolvidable. ¡Siempre te llevaré en mi memoria, memoria mía!”.

Continúo. Después de ese almuerzo de reyes volvíamos al camino. Íbamos contentos por el buen yantar. El día era espléndido, brillaba el sol, radiante, sobre los picos de los montes. Seguía culebreando el arroyo, y las acequias que de él derivaban los campesinos para regar sus huertas parecían hilos de luz tendidos en la tierra.

Y allá íbamos nosotros, subiendo y subiendo hasta llegar al Puerto de Flores. Desde ahí se divisaba un maravilloso paisaje, una especie de anfiteatro cercado por la alta sierra de La Viga y sus estribaciones. Torcíamos a la izquierda y bajábamos por una suave pendiente al dilatado valle. He aquí los nombres de algunos de los ranchos que en el pasado siglo había por ahí: La Reforma; Tierras Prietas, El Cristal... Una o dos casas de piedra blanca... Un estanque pequeño a cuya vera crecían algunos álamos plateados... A uno y otro lado las montañas... Y en medio el valle... Mañana, Deo volente, recordaré qué había en el valle.

Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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