Ni menos de cuatro ni más de cinco

Opinión
/ 2 octubre 2015

La historia que voy a contar hoy es verdadera. A pesar de eso es muy interesante. Tiene un antecedente mi relato. Su protagonista era hombre rico. Muy rico. Un día, en compañía de amigos, llegó a un bar de lujo. Todos pidieron whiskey. Cuando le llegó el turno de ordenar él pidió un Club 45. Todos quedaron asombrados. El Club 45 era bebida popular, de calidad tirando a lo modesto. ¿Por qué, entonces, pedía eso aquel señor tan rico? He aquí la explicación.

Aquel señor había trabajado hasta muy tarde en el inventario de su negocio de ferretería, frente a la Plaza de Armas. Pasaba la medianoche ya, y la ciudad dormía. Estaba exhausto aquel señor; todos los miembros le dolían y traía revuelta la cabeza por una balumba de números y cuentas.

En tal estado de ánimo el remedio mejor es un buen farolazo, o varios, si se puede. Es cierto: ni el vino ni el licor sirven para aliviar los males del cuerpo, o los del alma. Pero ayudan en forma competente a tolerarlos. ¡Pobre de aquel que no sepa usar ese remedio! Debería haber clínicas de rehabilitación para los abstemios absolutos. Yo fundaría una, pero temo que al salir vuelvan a caer en su nefasto vicio de abstención.

Salió, pues, de la ferretería ese señor y encaminó sus pasos hacia el casino, cuya cantina, pensó, estaría abierta todavía. Sigamos al hombre y veámoslo entrar en el máximo centro social de la ciudad. Es alto el hombre y es delgado, muy delgado, excesivamente delgado. ¿Qué le pasa? ¿Por qué se mira así? Voy a decirlo aquí, en confianza. Tiene solitaria. Es decir, sufre un caso muy grave de parasitosis gástrica. Ha visto muchos médicos, incluso al muy famoso Fumagallo, de Laredo, pero ninguna receta o tratamiento ha sido útil para aliviarle el mal. El hombre está consumido en vida; nada de lo que come le aprovecha. Todo se lo devora la maldecida Taenia solium.

Llega, pues, al casino el lacerado y va en derechura a la cantina. Están cerrando ya el local; los meseros ponen las sillas sobre las mesas para barrer y trapear el piso. Con voz de quien suplica una limosna por el amor de Dios el hombre pide un whisky.

-Ya no tenemos nada, don Fulano -le dice el cantinero-. Hoy llegó mucha gente, y todo se nos terminó. No hay whisky, ni coñac, ni nada.

-Dame de lo que sea, por favor -impetra con aflicción el desdichado.

Busca el de la cantina y vuelve a poco. Le dice con mucha pena:

-Esto es lo único que hallé, señor, pero seguramente usted...

Era una botella de Club 45.

-Échamela -responde sin vacilar el hombre.

Jamás había probado ese producto, pero bebió con ansiedad. Le dio un buen bajón a la botella. El tabernero le hizo no sólo la caridad de esperar a que bebiera, sino lo encomendó después a un chofer de taxi, que lo llevó a su casa.

Al día siguiente el infeliz amaneció como si todos los diablos del infierno hubiesen bailado sobre él, y adentro de él. Sintió de pronto una ansia incontenible de ir al baño. Y ahí -¿cómo decirlo sin faltar al buen gusto o la delicadeza- se vio libre de la terrible solitaria. Lo que no pudieron hacer los más caros medicamentos de Estados Unidos y de Europa lo consiguió aquel mirífico licor hecho en Saltillo.

El señor guardó perpetua gratitud al Club 45. Cuando iba a beber con sus amigos siempre hacía una especie de libación ritual en homenaje a aquel salutífero brebaje. Antes de beber whisky o coñac, primero se tomaba una copita de Club 45. ¡Qué bonita es la gente agradecida! Claro que también buscaba prevenir por ese medio la aparición de nuevas solitarias, pero eso no quita el mérito a su perpetua gratitud.


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