La salación
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Como ha quedado asentado aquí mismo en más de una ocasión, en esta columna no somos supersticiosos... porque es de mala suerte.
Creemos más bien en la causalidad, en la consecuencia, en la concatenación de hechos, en la suma lógica de dos mas dos que, al margen de cualquier circunstancia -y de la voluntad y el capricho humanos, por supuesto-, suman siempre cuatro.
Creemos más, siguiendo el consejo del inmenso Jorge Luis Borges, que cuando recurrimos al azar como explicación, tan sólo estamos exhibiendo nuestro profundo desconocimiento respecto del complejo funcionamiento de la maquinaria de la causalidad.
Por ello mismo, nunca recurrimos a chamanes, adivinos, astrólogos o teólogos para que actúen de oráculos, para que nos "interpreten" los insondables misterios del destino, para que nos digan cómo debemos interpretar los hechos que afectan nuestra biografía personal.
No hace falta: cuando las cosas pasan, nosotros sabemos -con la certeza de que mañana saldrá el sol- que existe una causa puntual, precisa, exacta por la cual ocurrió lo que ocurrió y ninguna otra cosa... Aunque los seguidores de Niels Bohr afirmen lo contrario.
De este lado de la mesa estamos con Einstein y afirmamos, junto a él, que el creador no juega a los dados y, por tanto, no sólo es inútil intentar argumentar en esa línea de pensamiento, sino que constituye un despropósito monumental la búsqueda de fórmula alguna para conjurar a "la mala fortuna".
Por eso, tampoco cargamos amuletos, ni quemamos incienso, ni acudimos al feng shui, ni a las estatuillas de santos, ni a objetos -de cualquier forma, color, textura o materia- promovidos como atractores de la buena fortuna.
Porque para nosotros, eso de la "buena" y la "mala" suerte son patrañas, artimañas de los embaucadores, anzuelos para atrapar incautos, mercadería pirata de falsos profetas...
Que "la sal", que las "malas vibras", que los "trabajitos", que el "karma"... ¡Bah!: herramientas baratas de vivales que han encontrado, en la superstición de las mentes débiles, el campo fértil para sembrar la lucrativa semilla de sus negocios personales.
¡Échenme tres chamanes, dos curanderos, siete pitonisas, cuatro oráculos, media docena de astrólogos!... Aquí les damos batería a todos juntos y los devolvemos con cajas destempladas a sus respectivos "consultorios"...
Porque con todo lo que digan millones de personas, nosotros seguimos firmes en nuestra convicción: la buena y la mala suerte son sólo mecanismos baratos para engatusar incautos... Y nosotros no lo somos.
¡Peeeeeeeeeeero!... La neta, la neta, la neta, a veces uno se siente inclinado a creer que sí, que el destino puede conspirar en nuestra contra y que desde el Olimpo los dioses juegan con nuestros destino solazándose con las desventuras a las cuales ellos mismos nos condenan.
Porque, oiga usted, hay días en que pareciera cierto eso de que uno puede levantarse con el pie izquierdo. O que alguien, desde un ignoto lugar, nos lanzó toda la mala vibra del universo para hacernos tropezar, una y otra vez, con la misma piedra.
Hay días, de verdad, que hasta la más sólida muralla contra la superstición se cuartea ante el embate de la adversidad que no parece casual, sino producto causal de la nociva influencia de entes malvados cuya maledicencia nos ha golpeado sin remedio.
Pongamos por ejemplo un viaje cualquier en el cual todo parece transcurrir conforme a lo planeado, es decir, conforme uno lo merece, no porque ése sea su destino (ya aclaramos suficiente que no creemos en la suerte), sino porque todo se planeó meticulosamente y hasta el más nimio detalle fue previsto para no incurrir en error.
El itinerario fue calculado con grados de holgura que ya quisiera cualquier encuestador en tiempos de campaña. La cadena de causalidades deseable fue planeada con el rigor de un prefecto de colegio religioso... Un prodigio de precisión que haría babear a los relojeros suizos.
¡Nada puede salir mal! E incluso si algo saliera mal, nuestra capacidad para anticiparnos a eso que los ignorantes llaman infortunio evitará que terminemos acusando a la fatalidad.
Pero no: contrario a toda lógica, la fatalidad se empeña en perseguirnos: un primer vuelo se retrasa y, aunque en primera instancia eso no nos afecta en lo más mínimo, la situación cambia cuando al primero se suma un segundo aplazamiento...
Entonces, el retraso confabula con el vuelo de conexión, y eso con el hecho de que, en el aeropuerto de conexión, la llegada y la salida se ubican en las antípodas... Y eso con la mala actitud de las dependientas de la línea aérea... Y eso con nuestras escasa condición física para correr más rápido... Y eso...
Ya lo entendí: el problema era la condición física.
Lo dicho: eso de la mala suerte es una patraña...
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3